Ayer, por un tema de
la Wikipedia, recuperé mi ‘Jugando al ajedrez de Alicia’(www.aeca1.org/revistaeca/revista38/38.pdf),
que ganó el I premio AECA al mejor artículo en 1995, hace nada menos que 20
años. Te invito a que lo leas. Mi agradecimiento al difunto profesor Barea y a
los ilustres miembros del jurado de la Asociación Española de Contabilidad y
Administración de Empresas que fueron tan generosos con un servidor.
El artículo es el
siguiente:
“Las negras juegan y
ganan. Comparar la elaboración de una
estrategia empresarial con el ajedrez es uno de los ejercicios más
habituales en el management. No hay profesor de MBA ni texto sobre dirección de
empresas que no haya tratado de convertir a los planificadores estratégicos en
aficionados o profesionales al estilo de Kasparov o Bby Fisher. Tampoco faltan
aquellos para quien el organigrama típico reproduce la estructura de fichas del
tablero: peones, alfiles, caballos y torres y, por supuesto, el rey y la reina.
Dirigir una empresa
como quien juega al ajedrez ha sido una de las más firmes supuestos de la vieja
escuela. Unos piensan y otros obedecen. El pensamiento taylorista, presuntamente
científico, se basaba precisamente en considerar a los directivos como
exclusivos pensadores y a los trabajadores de a pie como simples ejecutores.
Dicho en pocas palabras, los gestores establecían lo que debía hacerse y los
empleados –esos vagos empleados insensibilizados con la compañía- cumplían y
punto.
Los pensadores del
management de más éxito en estos momentos (Tom Peters, Michael Hammer, David
Nadler, Hamel y Prahalad, Peter Senge, Thomas Davenport o Richard Pascale) son
ciertamente radicales. Cuando a Hamel le pregunta qué hace para ganarse la
vida, suele responder: “Estoy dándole la vuelta a la revolución industrial”. Considera
que las empresas que no se replantean drásticamente la situación solo “están
quitando el polvo al mobiliario de Pompeya”.
Edwin Crego y Peter
Schiffin, autores del reciente Customer-center
Reengeniering. Remapping for Total Customer Value van aún más allá, y vienen
a decir: “Somos cazafantasmas”. Los fantasmas de la vida empresarial son Henry
Ford, Frederick Taylor y George Patton, por nombrar a unos pocos.
Henry Ford, defensor
de la división del trabajo e inventor de la cadena de montaje. Sus palabras
clave eran la eficiencia y las economías de escala, y le funcionaron en su día.
Sin embargo, en la era de la personalización de masas (mass customization) y del estilo propio, todavía subsisten los
preceptos de quien trataba de dar a sus clientes un coche de cualquier color,
“siempre que fuera negro”.
Frederick Taylor,
padre de la dirección científica. Enseñó que todo lo que pasaba en la empresa
podía dividirse en partes y analizarse por separado. En una era muy poco
científica, estos conceptos podían valer. Sin embargo, con esta enraizada
creencia, demasiados directivos consideran hoy que los fracasos estratégicos
son producto de un inadecuado análisis de tareas y actividades en lugar de
fruto de asunciones ciegas sobre los clientes y los mercados o de no tomar en
consideración al factor humano.
George Patton,
comandante en jefe y militar paradigmático. Su imagen como quintaesencia de la
escuela del ordeno y mando ha
modelado el comportamiento de muchos directivos desde la II Guerra Mundial.
Para demasiados de ellos, lo que debe hacerse es diseñar una gran estrategia
desde la sala de operaciones, dictarla a las tropas, dar las órdenes de marcha
y esperar en el cuartel general las noticias del frente.
Huellas del pasado
que deben cuestionarse. A mediados de los noventa, confundir la estrategia (en
general, la dirección empresarial) con todo eso, con el más puro y simple juego
ajedrecístico, es verdaderamente suicida. La gestión más fría se orientaba
exclusivamente a los números y no consideraba a las personas como tales. Los
seres humanos no son piezas; no obedecen a ciegas.
Un estudio. Según un
estudio de Robert Tamasako para la American Management Association en 1993, de
mil compañías que se han reestructurado en los últimos años:
- Solo el 19 por
ciento cree que ha mejorado en su ventaja competitiva como consecuencia de la
reestructuración.
- Casi el 90 por
ciento pensaba que reduciría los gastos; solo el 50 por ciento lo consiguió.
- Tres cuartas
partes esperaba aumentos de productividad; solo el 22 por ciento lo alcanzó.
- Más del 50 esperaba
reducir la burocracia; solo el 15 por ciento pudo lograrlo.
Como suele decirse
en el mundo de la banca, “el papel lo aguanta todo”. Michael Hammer y James
Champy, los padres de la reingeniería, estiman que “del 50 al 70 por ciento de
las organizaciones que llevan a cabo esfuerzos en el camino de la reingeniería
no obtienen los resultados espectaculares que esperaban”.
En todo caso, la
vida de la empresa es un tablero de ajedrez propio de las páginas de Alicia en el país de las maravillas. Las
piezas tienen vida propia y deciden no seguir las indicaciones del jugador (en
el peor de los casos) o dan de sí más de lo que el maestro ajedrecista propone
(en el mejor de ellos). ¿Cuántas veces hemos oído “La estrategia era perfecta,
pero no se ha implantado como debiera”? Bancos con planes comerciales o con una
política de concesión de préstamos maravillosa, pero que en las oficinas no
observan apenas cambio alguno; empresas industriales cuya alta dirección habla
constantemente de calidad, pero que no consiguen reducir el número de piezas
defectuosas; cadenas de distribución que desean marcar la diferencia en el
servicio al cliente pero que no lo logran. Sobre el papel, las estrategias son
incuestionables, pero los resultados insatisfactorios.
Los directivos hemos
mejorado mucho a la hora de diseñar y planificar lo que debe hacerse, y
seguimos en líneas generales bastante cojos a la hora de convencer a las
“piezas” de que nos sigan: “Falta comunicación”, “Nuestra gente está
desmotivada” y otros lamentos similares suelen ser moneda habitual en nuestras
empresas, y desvirtúan los intentos estratégicos, por otro lado impecables.
¿Qué podemos hacer?
En primer lugar, convencernos de la necesidad de trabajar en relación con las
fichas (que, como los naipes de Alicia, tienen su corazoncito y su mente) es
tan importante como pensar en las jugadas. Esto va más allá de pronunciar
frases como “los recursos humanos son lo más importante de la compañía” y centrarse
en la acción. Como puso de manifiesto William James, uno de los grandes
descubrimientos de la psicología consiste en saber que el sentimiento no
precede a la acción; por el contrario, el sentimiento aparece cuando comenzamos
a actuar (en palabra de James, “el pájaro no canta porque sea feliz, es feliz
porque canta”.
Acciones para la
mejora de la motivación y la comunicación: ésa es la clave para que las fichas,
desde el rey hasta todos y cada uno de los peones, den lo mejor de sí mismas.
Paradójicamente, hablar de motivación y comunicación suele ser el bloqueo para
no actuar apenas. Demasiado a menudo se cree que la motivación, para empezar
con ella, es algo mágico, inmanejable, que cambia de la noche a la mañana.
“Demos unos cursos para que la gente se motive” es, desgraciadamente, un
comentario habitual. No existe el Motivator
(la versión empresarial del Terminator
de Schwarzenegger) ni la motivina, el elixir mágico que
transforma a quien lo toma. El tema es más sencillo y menos misterioso.
¿Qué es motivar?. Una
pregunta obligada en nuestro entorno empresarial. Sencillamente (y con ello
transgredimos la regla que impide incluir en la definición a lo definido),
motivar es encontrar un motivo para
hacer las cosas. Encontrar un motivo. Siendo así, nadie está desmotivado por
completo (quien pide la baja sin que sea necesaria no está motivado para
trabajar, pero sí para quedarse en casa). El problema es que buena parte de las
personas están desmotivadas sobre todo e las horas que trabajan.
La segunda pregunta es,
entonces, qué motivos impulsan a las personas a hacer determinadas cosas. Algunos
grandes de la psicología han demostrado que existen cuatro grandes causas que
invitan a ese movimiento. La primera y básica, el dinero. Sin un salario que
permita cubrir las necesidades mínimas de alimentación y vestido no hay
motivación posible. Ahora bien, pensar que “la gente estaría más motivada si se
le pagara más” es una trampa, porque en la mayor parte de las ocasiones no es
cierto. Más bien al contrario, diversos estudios señalan que muchas peticiones
de subida salarial encubren otras muchas cosas. Ganar más o menos dinero suele
ser una cuestión de agravio comparativo, no estrictamente de dinero.
La motivación a
través de la paga no es la única y funciona exclusivamente a corto plazo.
Quienes piensan que solo está feliz aquel a quien le pagan por hacer las cosas
menosprecian el género humano. ¿Estaríamos dispuestos a pagar a nuestros hijos
por cada cosa que hicieran (saludar, lavarse los dientes, acostarse a la hora
convenida)? Si no es así, ¿qué nos hace pensar que los demás son diferentes?
La segunda gran
fuente de motivación es la pertenencia a un grupo. Por ella, quedamos con
amigos, formamos parte de un club deportivo y no cambiamos de trabajo para ir
con un competidor por más o menos el mismo sueldo. Los directivos en general
poco podemos hacer para aumentar considerablemente los ingresos de los
empleados, pero hay mucho que realizar para impulsar la pertenencia a la
empresa o, para ser más concretos, favorecer el orgullo y el entusiasmo:
fomentar las relaciones informales, organizar reuniones útiles, emplear
símbolos unificadores, etc. Los resultados son visibles en las empresas que
favorecen la pertenencia.
Las dos siguientes
son las más complejas claves de la motivación. Sin la seguridad económica y sin
que las personas se sientan integradas en un grupo no cabe la ilusión mínima,
pero ésa no es suficiente. La tercera es de las grandes categorías es el
sentido de la responsabilidad. La responsa-abilidad, la capacidad para dar
respuesta a las situaciones, es uno de los grandes motivos para hacer cosas. La
responsabilidad debe impulsarse día a día, a través de una delegación efectiva
que fomente el desarrollo profesional de quienes forman parte de la
organización. Hay pocas cosas más tristes en el entorno empresarial que
encontrar personas que llevan décadas realizando el mismo mecánico trabajo, sin
poder decidir casi en nada. Es una obligación de todo directivo enseñar a sus
colaboradores a desempeñar nuevas tareas y un derecho de todo ser humano
desarrollarse personal y profesionalmente. Parece incompatible en un mundo de
flexibilidad casi absoluta y trabajo precario, pero no lo es. Es la paradoja
del poder: cuanto más poder das a los demás, más poder tienes; cuanto más
intentas guardar para ti, menos tienes. En palabras de Rosabeth Moss Kanter:
“La falta de poder corrompe y la falta absoluta de poder corrompe
absolutamente”.
La información es la
materia prima de toda responsabilidad. Estoy con Jan Carlzon, quien revolucionó
las líneas aéreas escandinavas (SAS), en que sin información no hay posibilidad
de que nadie se sienta responsable; con información suficiente, es imposible
que el ser humano el ser humano no se sienta responsable. Solo preguntando a
las personas podemos conseguir que participen. Solo valorando lo que las
personas hacen podemos conseguir su compromiso, ese esfuerzo suplementario que
puede hacer ganar la partida. En mi opinión, la mejor distinción entre la
participación y el compromiso se da en la tortilla de jamón: la gallina
participa… pero el cerdo se compromete.
¿Cómo podemos contar
con empleados motivados si no les damos una responsabilidad suficiente? ¿Cómo
podemos evitar que nuestra gente esté ilusionada con nuestro proyecto de
empresa si les damos la oportunidad de sentirse orgullosos del grupo que forman
y cuentan con la responsabilidad necesaria?
La responsabilidad
de todos y cada uno de los miembros de una organización nos habla del presente,
de vivir el presente. Sin embargo, hay que pensar además en el futuro, porque
al fin y al cabo es donde vamos a pasar el resto de nuestras vidas. ¿Qué tiene
que ver el futuro con que las fichas den lo mejor de sí mismas? El genial
Camilo José Cela escribió: “Cuando los habitantes de un país acaban no creyendo
en nada, el país acaba no creyendo en nada, el país acaba por desaparecer”. Lo
mismo puede aplicarse a otros tipos de organizaciones. Es importante mantener
un sistema de creencias y proyectarse a través de ellas en el futuro. Pensar en
proyectos, imaginar el futuro, es fundamental en nuestras empresas. En
definitiva, la cuarta gran fuente de motivación son los retos.
Al pensar en los
retos empresariales, tendemos a ser maximalistas: una reestructuración, la
vuelta a los beneficios, la integración de dos compañías fusionadas. Son retos
loables, pero no los únicos ni posiblemente los más valiosos. Los directivos pueden y deben plantear a sus
equipos de trabajo pequeños retos, cuya consecución mejore la situación de la
empresa. Citando de nuevo a Carlzon (El momento de la verdad): “Es menos útil
ser el mil por ciento mejor en una cosa que un uno por ciento en mil cosas”.
Sin innovaciones la empresa se anquilosa y acaba muriendo. El problema es que
en nuestras empresas abunda la Dirección con objetivos, no la Dirección por
objetivos.
Motivación es una de
las palabras mágicas, un “bálsamo de Fierabrás” empresarial. Comunicación es el
otro. “En esta empresa existe un problema de comunicación”, suelen repetir
nuestros colegas de todo tipo de organizaciones. Y de nuevo el bloqueo. ¿Qué
será la comunicación? ¿Un fantasma, una nebulosa, un campo magnético? La
experiencia demuestra que los problemas de comunicación de las empresas –que
son, por lo demás, los mismos que los de cualquier agrupación de seres humanos-
suelen estar basados en la necesidad de optar por la relación o por el
resultado.
La rutina suele
decantarnos hacia lo blanco o hacia lo negro, cuando la realidad no es más que
un abanico de tonos grisáceos. El maniqueísmo está presente, como lo demuestra
el viejo debate entre conseguir lo que nos proponemos a costa de quienes están
con nosotros en el equipo (el resultado) o mantener la armonía aún no
obteniendo los objetivos previstos (la relación). En un extremo, el énfasis
hacia los resultados nos lleva a un comportamiento agresivo. En el otro, hacer
hincapié en que no haya problemas nos empuja a una conducta sumisa. Mal que nos
pese, hemos de reconocer que en el viejo taylorismo convivían ambos extremos:
el empleado “tragaba” hasta que se convertía en jefe e imponía su ley a los
demás. Ni la agresividad ni la sumisión son hoy caminos deseables: la
asertividad es uno de los grandes avances en el comportamiento humano.
Debemos combinar la
relación con el resultado. Para ello, hemos primero de ocuparnos por lo que
quienes nos rodean sienten y piensan (empatizar, otra palabra de moda cargada
de utilidad), escucharles con atención, mostrarles que se les atiende. ¿Cómo
podemos pretender un excelente servicio al cliente final si no atendemos con
interés a quienes están en primera línea de contacto con ese cliente? Uno de
los grandes principios de la conducta humana, común a prácticamente todas las
tribus desde que el mundo es mundo, es el de la reciprocidad. Solemos tratar
según nos traten. Tal vez no sea justo que el cliente externo pague los platos
rotos.
Siempre
encontraremos algún caso de empleado bien tratado cuya conducta deje que desear
(al fin y al cabo, en grandes números, todo análisis de este tipo sigue una
distribución normal; como en toda “campana de Gauss”, existe una cola de
distribución en un extremo y otra cola en el extremo opuesto). Pero también hay
empleados cumplidores a pesar de lo mal que se les trata. Ambos casos no son
impedimentos para hacer bien las cosas. En fin, así es la vida.
El segundo paso en
esa “combinación mágica” es exponer nuestro punto de vista mostrando los
motivos para pensar así. ¿Para qué “perder el tiempo” razonando el porqué
decidimos algo? O, peor, “¿quiénes son ellos para que les demos
explicaciones?”. Estamos ante otra gran paradoja: a las personas no nos molesta
que decida quien corresponda según su nivel de atribuciones; lo que nos molesta
es que no nos lo comuniquen. Decisión y comunicación no deben confundirse.
Explicar las decisiones es esencial si consideramos a nuestros colaboradores
adultos responsables.
El tercer aspecto
fundamental es buscar soluciones conjuntas. Las empresas no son, contra lo que
suele creerse, juegos de suma cero. Sus sumas son positivas (los anglosajones
lo llaman “win-win”) o negativas (“lose-lose”). O la empresa va hacia arriba,
por el bien de todos, o se despeña por la pendiente; normalmente se suceden
altos y bajos. Al tomar toda decisión debemos pensar durante unos segundos cómo
les afecta a los demás, porque en todo sistema hay interrelaciones a
considerar. Lo que a corto plazo puede parecer contrapuesto (una cosa o la
otra), con la perspectiva necesaria suele no serlo (una cosa y la otra).
Toda la empresa pone
los ojos en sus directivos para comprobar si ellos aplican lo que predican. Es
el valor del ejemplo. Si los directivos no son los primeros en mejorar la
comunicación, todo intento en el conjunto de la empresa será estéril.
Cuando una
organización hay costumbre de hablar abiertamente, de pensar en positivo, de
escuchar a los demás, de razonar las decisiones, etc. –en definitiva, cuando
hay una buena dosis de confianza- todos los mecanismos de difusión de la
información son válidos: buzones de sugerencias, revistas internas, grupos de
mejora… Si todavía no se ha llegado a ese nivel de franqueza y atención, esos
mismos mecanismos fracasan.
¡Vaya si es difícil
jugar a este “ajedrez de Alicia”! ¿No habrá un modo más sencillo de hacer las
cosas? Pues parece que no. Si fuera fácil, no nos pagarían por ello. Es
complicado replantearnos (reinventar) nuestro papel como directivos, pero no
quedan muchas opciones. “La vejez no está mal, considerando la alternativa”,
gustaba de decir Maurice Chevalier. La alternativa de los ajedrecistas
empresariales es jugar a las variantes del taylorismo
(concebir a las personas como máquinas). A mediados de los noventa, con un
creciente peso del sector servicios, un mayor requerimiento de habilidades
mentales y una apremiante necesidad de innovar en la empresa, puedo aseguraros
que esa alternativa ya no sirve.”
Han pasado dos
décadas desde estas reflexiones. Yo tenía apenas 30 añitos, ya había trabajado
en tres multinacionales –dos de ellas, de consultoría-, con un breve paréntesis
por mi cuenta. Desde mediados de los 90, he sido más de una década socio de mi
propia empresa (Eurotalent e IDEO), estuve 6’5 años en HayGroup y desde hace 20
meses como Head of Talent de ManpowerGroup y CEO de Right Management. Heráclito
pensaba que “todo cambia” (estamos en un mundo VUCA), Parménides que todo es
uno y lo mismo (seguimos preocupados por este “ajedrez de Alicia”, por la
motivación y la comunicación). Estoy con Hegel: ambas cosas son ciertas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario