En este viernes en el que
“celebramos” los 35 años de la Constitución (la baja asistencia a Congreso de
los ciudadanos en las jornadas de puertas abiertas es un claro síntoma de que
hemos pervertido la democracia que tanto nos costó instaurar), me he levantado
con el fallecimiento de Nelson Mandela, el líder que ha simbolizado la nobleza
y la grandeza en los últimos 20 años.
Quisiera reproducir el artículo de
John Carlin, uno de los que mejor le conoció (junto con el biógrafo oficial,
Anthony Sampson), no solo por el trato que tuvo con él tras su liberación sino
por el conocimiento de la naturaleza humana que a Carlin le dio el estudio de
la obra de Shakespeare (Mandela es un “héroe shakespeariano”, con el mejor
liderazgo de Enrique V, el poder de
comunicación de Marco Antonio en Julio
César, el amor (por su segunda esposa) propio de Romeo y Julieta y la serenidad que le faltó a Coriolano).
El artículo
de Carlin publicado hoy es el siguiente:
“Nelson Mandela, el primer presidente negro de Sudáfrica y hombre clave para acabar con el régimen racista del apartheid falleció este jueves a los 95 años en su casa de Johanesburgo rodeado de su familia. La salud de Madiba (abuelo), como cariñosamente se le conocía, era frágil desde hacía tiempo. Con Mandela desaparece una de las figuras claves del siglo XX, un símbolo de la capacidad de los pueblos para superar el pasado.
“Nelson Mandela, el primer presidente negro de Sudáfrica y hombre clave para acabar con el régimen racista del apartheid falleció este jueves a los 95 años en su casa de Johanesburgo rodeado de su familia. La salud de Madiba (abuelo), como cariñosamente se le conocía, era frágil desde hacía tiempo. Con Mandela desaparece una de las figuras claves del siglo XX, un símbolo de la capacidad de los pueblos para superar el pasado.
Nelson Mandela llegó temprano a trabajar el
11 de mayo de 1994, al día siguiente de tomar posesión como primer presidente
negro de Sudáfrica. Andando por los pasillos desiertos, adornados con acuarelas
enmarcadas que ensalzaban las hazañas de los colonos blancos en la época de la
Gran Marcha, se detuvo ante una puerta. Había oído ruido dentro, así que llamó.
Una voz dijo: “Entre”, y Mandela, que era alto, alzó la mirada y se encontró
ante un inmenso afrikaner llamado John Reinders, jefe de protocolo presidencial
durante los mandatos del último presidente blanco, F. W. de Klerk, y su
predecesor, P.W. Botha. “Buenos días, ¿cómo está?”, dijo Mandela, con una gran
sonrisa. “Muy bien, señor presidente, ¿y usted?”. “Muy bien, muuuy bien...”,
replicó Mandela. “Pero, si me permite preguntar, ¿qué está haciendo?”.
Reinders, que estaba metiendo sus pertenencias en cajas de cartón, respondió:
“Me estoy llevando mis cosas, señor presidente. Me cambio de trabajo”. “Ah, muy
bien. ¿Y dónde se va?” “Vuelvo al departamento de prisiones. Trabajé allí de
comandante antes de venir aquí a la presidencia”. “Ah, no”, sonrió Mandela.
“No, no, no. Conozco muy bien ese departamento. No le recomiendo que lo haga”.
Mandela, poniéndose serio, trató entonces de
convencer a Reinders de que se quedase. “Mire, nosotros procedemos del campo.
No sabemos cómo administrar un organismo tan complejo como la presidencia de
Sudáfrica. Necesitamos la ayuda de personas experimentadas como usted. Le pido,
por favor, que permanezca en su puesto. Tengo intención de no cumplir más que
un mandato presidencial, y entonces, por supuesto, usted será libre de hacer lo
que quiera”. Reinders, tan asombrado como encantado, no necesitó más
explicaciones. Mientras meneaba la cabeza, perplejo y admirado, empezó, poco a
poco, a vaciar las cajas.
Reinders, cuyos ojos se llenaban de lágrimas
al recordar la anécdota algún tiempo después, me contó que, durante los cinco
años que trabajó junto a Mandela, viajando por todo el mundo con él, no recibió
más que muestras de cortesía y amabilidad. Mandela
le trató siempre con el mismo respeto que al presidente de Estados Unidos,
el papa o
la reina de Inglaterra, quien, por cierto, le adoraba. El primer presidente
negro de Sudáfrica debía de ser la única persona del mundo, tal vez con la
excepción del duque de Edimburgo, que siempre la llamaba “Elizabeth”, o al
menos el único que podía hacerlo sin que se lo reprocharan. (Un amigo mío que
estaba cenando un día con él en su casa de Johannesburgo recordaba que apareció
una criada con un teléfono inalámbrico. Era una llamada de la reina de
Inglaterra. Con una gran sonrisa, Mandela se acercó el auricular y exclamó:
“¡Ah, Elizabeth! ¿Cómo estás? ¿Cómo están los chicos?”)
Lo que pone de manifiesto la relación de
Mandela con Reinders —que es la misma que tenía con todos sus colaboradores,
por humildes que fueran sus cargos— es el secreto de su éxito como líder
político. Si la política consiste en ganarse a la gente, Mandela,
como han atestiguado numerosos políticos, fue el maestro consumado. Tenía a
su disposición un cóctel seductor e irresistible compuesto de un encanto
infinito, nacido de una inmensa seguridad en sí mismo, unos principios
inflexibles, una visión estratégica y un pragmatismo absoluto. Su actitud hacia
Reinders era la misma que había mostrado con sus interlocutores del Gobierno
del apartheid cuando inició las negociaciones secretas con ellos durante los
últimos cinco años de los 27 y medio que pasó en prisión; era la misma que tuvo
con toda la población blanca y que acabó convenciendo casi a la totalidad de
que no solo no era un temible terrorista, como les habían programado para creer
durante su cautividad, sino que era su presidente legítimo en la misma medida
en que era el rey sin corona de la Sudáfrica negra.
La relación que tenía con todos sus
colaboradores, por humildes es el secreto de su éxito como líder político
Le habría costado mucho más convencer a la
Sudáfrica blanca para que abandonara el apartheid y cediese el poder antes de
entrar en prisión, en 1962, y mucho más todavía 20 años antes, cuando se
incorporó a la lucha por la liberación de los negros. El hombre responsable de
reclutarlo fue Walter
Sisulu, un astuto activista laboral que, en el momento de su trascendental
encuentro (Mandela diría posteriormente, con sentido del humor, que se habría
ahorrado muchos problemas si nunca hubiera conocido a Sisulu), era un militante
con más de 10 años de experiencia en el movimiento que iba a acabar por
encabezar la liberación de Sudáfrica, el Congreso Nacional Africano (ANC).
En aquella época, Mandela era un joven audaz,
recién llegado a Johannesburgo desde la zona rural de Transkei, donde había
nacido y se había criado en medio de lo que, en comparación con la miseria
general de su entorno, eran privilegios tribales. Aunque también había recibido
una sólida educación secundaria, era imposible disimular que allí, de pie en el
despacho del activista laboral, Mandela era un rudo campesino frente al
sofisticado, urbanita Sisulu. Sin embargo, fue Sisulu,
que tenía 30 años —Mandela tenía 24— quien se quedó impresionado, porque
vislumbró en Mandela la semilla de un talento para la política que tardaría
muchos años de lucha y sacrificios en madurar. Al recordar 50 años después qué
había pensado de aquel joven erguido en su despacho, Sisulu decía: “Me
impresionó más que cualquier otra persona que hubiera conocido. Su aire, su
simpatía... Yo buscaba a personas de verdadero calibre para ocupar cargos de
responsabilidad y él fue un regalo del cielo”.
Tardó poco Sisulu en convencer a Mandela, que
estaba estudiando Derecho en Johannesburgo, para que se uniera a su causa.
Mandela triunfó en los dos frentes, y estableció un bufete con otro dirigente
del ANC, Oliver Tambo. Pero donde más éxito tuvo fue en la política. Al carisma
que Sisulu había visto en él, Mandela añadía un valor y un ímpetu que, durante
los años cuarenta y cincuenta, antes de que lo encarcelasen, derivaba tanto de
su indignado sentido de las injusticias que se veían obligados a sufrir los
sudafricanos negros como de su carácter bullicioso. Ascendió rápidamente en el
escalafón y se convirtió en presidente de la Liga Juvenil del ANC, un cargo
desde el que dirigió una campaña nacional de desafío a un régimen cuyas leyes
de apartheid consagraban en la Constitución las humillaciones y las condiciones
de esclavitud de facto en las que vivían los negros en la punta meridional de
África desde la llegada de los primeros colonos blancos en 1652. Durante
aquella campaña, Mandela reveló un talento histriónico (su biógrafo oficial,
Anthony Sampson, lo calificó de “maestro de la imaginería política”) que le iba
a ser útil mucho después, cuando salió de la cárcel a la era de la televisión
globalizada. Cuando lanzó la campaña en 1952, se las arregló para garantizar
una amplia presencia de fotógrafos de prensa al prender fuego a su carné de
paso, el distintivo de la ignominia del apartheid, mientras lucía una inmensa
sonrisa juguetona. La fotografía, publicada en todas partes, electrizó a la
población negra, y decenas de miles de personas siguieron su ejemplo.
La seguridad del joven Mandela en sí mismo
rayaba en el descaro. En una reunión del comité ejecutivo del ANC a mediados de
los cincuenta, ofendió a los líderes de la organización cuando pronunció un
discurso en el que predijo —con una clarividencia extraordinaria— que un día
sería el primer presidente negro de Suráfrica.
En aquellos días, con una presencia siempre
visible en la primera línea de resistencia contra el apartheid, se vestía como
un millonario. Se hacía los trajes en el mismo sastre que el rey del oro y los
diamantes de Sudáfrica, Harry Oppenheimer, y nunca dejó de ser el dandy
de su círculo social en sus incursiones en la vida nocturna de Johannesburgo.
Las fotografías de los años cincuenta muestran a un hombre con el aire confiado
de una estrella romántica de Hollywood. Las mujeres se enamoraban de él, entre
ellas Winnie Madikizela. Y él —que estaba casado y con hijos— también se
enamoró de ella. Winnie era la Ava Gardner de Soweto, y él, Clark Gable.
Mandela se divorció de su primera mujer, Eveline, y se casó con Winnie, con
quien tuvo dos hijas pero a la que, como se quejaría ella más tarde, veía muy
poco, sobre todo después de que le nombraran comandante en jefe del nuevo brazo
militar del ANC, Umkhonto we Sizwe, La lanza de la nación, en 1961, y se viera
obligado a pasar a la clandestinidad. Su veta vanidosa le perjudicó. Empeñado
en ser un Che Guevara, adoptó un eslogan popular en la época, “Tomaremos el
poder a la manera de Castro”, e insistía, en contra de las advertencias de sus
amigos, en llevar uniformes revolucionarios de color verde cada vez que
aparecía en público, pese a que la policía le había designado como el hombre
más buscado de Sudáfrica. Su incapacidad de mantener la discreción que exigían
sus circunstancias fue una de las razones de que lo detuvieran en 1962;
permaneció entre rejas 27 años y medio.
La cárcel lo moderó, le enseñó a encauzar su
talento para el espectáculo, sus artes de seductor, hacia unos objetivos
políticos realistas. Entró lleno de furia y salió sabio, pero siempre impulsado
por la convicción heroica de que el respiro que había obtenido en su juicio en
1964, cuando lo condenaron a cadena perpetua en lugar de a muerte como se esperaba,
le obligaba a cumplir su destino como redentor futuro de su pueblo. La gran
lección que asimiló fue que el enemigo no iba a caer derrotado por las armas;
que habría que convencer un día a los surafricanos blancos para que entregasen
el poder voluntariamente, para que acabasen con el apartheid ellos mismos. La
prisión, la celda diminuta en la que vivió en Robben Island durante 18 años,
fue su campo de entrenamiento para la gran partida que le aguardaba fuera. La
primera lección, decidió, tenía que ser “conoce a tu enemigo”. Para desolación
de algunos otros presos, se propuso aprender afrikaans —“la lengua de los
opresores”— y leer libros sobre la historia de los afrikaners. Y después se
propuso ganarse a los carceleros, porque pensó que era la forma de conocer las
vanidades, los puntos fuertes y débiles de los blancos en general, para estar
mejor preparado cuando llegara el momento de intentar que cedieran a sus
deseos.
El truco era no perder jamás su dignidad ni
sus principios, negarse a ser intimidado y tratar a todos los que le rodeaban
con respeto, con el “respeto normal y corriente” del que Walter Sisulu afirmó
en una ocasión que era el premio por el que luchó durante sus 60 años de
dedicación a la política. Estas cualidades, acompañadas de sus modales
majestuosos, le iban a permitir conquistar a los dos primeros miembros de la
administración blanca con los que habían tenido contacto él y cualquier otro
dirigente negro. Durante sus últimos cinco años en la cárcel, llevó a cabo más
de 70 entrevistas secretas con el ministro de Justicia, Kobie Coetsee, y el
jefe nacional de los servicios de inteligencia, Niel Barnard; el propósito de
las reuniones era explorar la posibilidad de un acuerdo político entre negros y
blancos. Mientras se iba ganando la confianza de estos dos turbios personajes
(considerados unos monstruos por todo el mundo durante los turbulentos años
ochenta), consolidó su autoridad sobre los demás presos políticos, igual que lo
iba a hacer después con la población negra en general. Yo pregunté a Coetsee
sobre aquellas entrevistas y, como Reinders, lloró al recordar a Mandela, a
quien definió como “la encarnación de las grandes virtudes romanas: dignitas,
gravitas, honestas”. Barnard no era capaz de llorar pero estuvo a punto, y
durante las siete horas que hablamos siempre se refirió a Mandela llamándole
“el viejo”, como si estuviera hablando de su propio padre.
Al salir en libertad el 11 de febrero de
1990, Mandela emprendió una marcha triunfal por toda Sudáfrica en la que
prefijó un mensaje muy perfilado de reconciliación y desafío. No era ningún
Gandhi y se negó a pedir el cese de la “lucha armada” —que había sido más bien
simbólica— hasta que el Gobierno dio señales inequívocas de comprometerse a una
democracia de pleno derecho en la que se aplicara el principio de una persona,
un voto. No tuvo más remedio porque el presidente F. W. de Klerk, al que
describió con elegancia (y astucia) como “un hombre íntegro”, creyó al
principio que iba a salir del paso con alguna fórmula sui generis, semidemocrática,
que contemplase los “derechos de la minoría” y asegurase y perpetuase los
privilegios de los blancos. Las negociaciones que se desarrollaron durante los
cuatro años sucesivos fueron duras, pero ni mucho menos tan duras como lo que
estaba sucediendo en los distritos negros, sobre todo los de la periferia de
Johannesburgo. Los últimos coletazos de la bestia del apartheid se manifestaron
en un intento concertado de desbaratar la transición por parte de fuerzas
oscuras en el aparato de seguridad, aliadas con la organización negra
conservadora Inkatha, cuyo líder zulú de extrema derecha, Mangosuthu Buthelezi,
beneficiario del sistema de “patrias tribales” del apartheid, tenía tanto miedo
a que gobernara el ANC como cualquier blanco. Las matanzas en Soweto y otros
lugares alcanzaron una dimensión inédita en Suráfrica desde la guerra de los
boers, casi 100 años antes.
A mediados de los cincuenta, pronunció un
discurso en el que predijo —con una clarividencia extraordinaria— que un día
sería el primer presidente negro de Suráfrica
Mandela clamaba en público, se indignaba
contra De Klerk en
privado, y sus colegas de la ejecutiva nacional del ANC tenían que contenerlo
para que no cancelara las negociaciones; para que su ira, que a veces le
cegaba, no le hiciese recurrir a un enfrentamiento abierto. Sin embargo, cuando
llegó la prueba definitiva, supo mantener la cabeza fría y dio su bendición a
un acuerdo trascendental por el que el primer Gobierno elegido democráticamente
del país iba a ser una coalición en la que los ministerios se repartirían en
función del porcentaje de voto obtenido por cada partido.
Una reunión de la ejecutiva nacional del ANC
cuatro meses antes de las históricas elecciones de abril de 1994. Sin dudar ni
por un momento que el ANC iba a ganar las elecciones, el tema concreto en la
agenda era qué postura debía adoptar el nuevo Gobierno sobre la delicada
cuestión del himno nacional. El viejo himno era claramente inaceptable. Die
Stem era una melodía seria y marcial que loaba a Dios y ensalzaba los
triunfos de Retief, Pretorius y los demás “caminantes” que habían hecho la Gran
Marcha hacia el norte en el siglo XIX, aplastando la resistencia de los negros.
El himno extraoficial de la Suráfrica negra, Nkosi Sikelele, era la emocionante
manifestación de un pueblo que llevaba mucho tiempo de sufrimiento y anhelaba
la libertad.
La reunión acababa de empezar cuando entró un
ayudante para informar a Mandela de que le llamaba un jefe de Estado. Salió de
la sala y los treinta y pico hombres y mujeres del órgano supremo del ANC
continuaron sin él. Había un consenso abrumador en favor de eliminar Die
Stem y sustituirlo por Nkosi Sikelele. Tokyo Sexwale, antiguo preso en
Robben Island y principal miembro del Comité Ejecutivo nacional, recordaba muy
bien la atmósfera de la reunión durante la ausencia de Mandela.
“Estábamos disfrutando”, me contó. “Es el fin
de esa canción, Die Stem, decíamos. El fin. Se acabó. En este país vamos a
cantar Nkosi Sikelele y nada más. ¡Estábamos divirtiéndonos!”. Entonces regresó
Mandela. “Estábamos todos como niños de primaria”, decía Sexwale, un hombre
grande y fuerte con una rica voz de orador. “Nos preguntó cómo iban nuestras
discusiones y le dijimos que habíamos tomado una decisión. Dijo: ‘Pues lo
siento. No quiero ser grosero, pero...’. Dios mío, todos queríamos que nos
tragara la tierra. ‘Creo que debo expresar lo que pienso sobre esta moción.
Nunca pensé que unas personas experimentadas como vosotros iban a tomar una
decisión de tal magnitud sobre un tema tan importante sin ni siquiera esperar
al presidente de vuestra organización”.
Y entonces, en el tono más severo y de
maestro de escuela que le habían oído emplear jamás sus colegas del ANC,
ofreció su punto de vista. “Esta canción que despacháis con tanta facilidad
contiene las emociones de muchos a los que todavía no representáis, y de un
plumazo queréis tomar una decisión que destruiría la misma base —la única—
sobre la que estamos construyendo el país: la reconciliación”. Los hombres y
mujeres de la ejecutiva nacional del ANC, muchos de ellos muy conocidos en
Sudáfrica, considerados héroes y heroínas de la lucha, se arrugaron de
vergüenza. Mandela propuso que, cuando se celebraran las elecciones y para el
futuro, Suráfrica tuviera dos himnos, que se tocarían uno después de otro en
todas las ceremonias oficiales, desde las tomas de posesión presidenciales
hasta los partidos de rugby: Die Stem y Nkosi Sikelele.
Derrotados moralmente, apabullados por la lógica del argumento de Mandela, los
combatientes de la libertad se rindieron de forma unánime. Sexwale se reía a
carcajadas años después al recordar el desconcierto que había sentido al ver
cómo les había manipulado Mandela. “Jacob Zuma, que presidía la reunión, dijo:
‘Bueno, creo... creo... creo que la cosa está clara, camaradas. Creo que la
cosa está clara...’. Nadie levantó un dedo para oponerse”.
Los miembros de la ejecutiva nacional
capitularon por completo ante la ira de Mandela, porque comprendieron de
inmediato que su afán de venganza sobre la cuestión del himno blanco había sido
pueril, que la respuesta política con más visión de futuro al dilema que
estaban debatiendo era la solución madura y generosa que defendía Mandela. Pero
cedieron ante él también porque, desde las actuaciones magistrales que había
llevado a cabo al salir de la cárcel, habían aprendido a aceptar que “el viejo”
era mucho más hábil que cualquiera de ellos en el arte moderno del simbolismo
político. La importancia del himno era la creación de un espíritu nacional, la
posibilidad de ejercer la persuasión política apelando a las emociones de la
gente. Esa era, como habían comprendido los demás dirigentes del ANC, la
esencia de su talento político, la faceta en la que dejaba a todos los demás
muy atrás. El propio Mandela me dijo, durante una de las conversaciones que
mantuvimos en su casa, que había sermoneado al comité ejecutivo sobre la
necesidad de ganarse a los afrikaners, de demostrar respeto por sus símbolos,
de esforzarse por incluir unas cuantas palabras en afrikaans al comenzar un
discurso. “No les estáis hablando al cerebro”, dijo, “les estáis hablando al
corazón”.
Hizo lo mismo, con un éxito aún más
espectacular, al año de asumir la presidencia, en la Copa del Mundo de rugby,
que se celebraba en Suráfrica por primera vez. Consiguió la increíble proeza de
convencer a su propia gente para que apoyaran a los Springboks, la selección
surafricana, con lo que transformó uno de los símbolos más odiados de la
opresión del apartheid en un instrumento de unidad. A pesar de que solo había
un jugador que no era blanco en el equipo, los negros, a instancias de Mandela,
adoptaron a los Springboks y empezaron a considerarlos representantes lógicos
de la nueva bandera nacional. Es imposible olvidar cómo, en la final de
Johannesburgo, en la que venció Suráfrica, prácticamente toda la muchedumbre de
blancos (los aficionados al rugby no habían estado precisamente en la
vanguardia del progresismo racial durante los años del apartheid) gritaba su
nombre. “¡Nelson! ¡Nelson! ¡Nelson!”. Cuando Mandela entregó la copa al capitán
del equipo, François Pienaar, un grandullón rubio hijo del apartheid, le dijo:
“Gracias, François, por lo que has hecho por nuestro país”. “No, señor
presidente”, replicó Pienaar, con una enorme presencia de ánimo. “Gracias a
usted por lo que ha hecho por nuestro país”.
Aquel día, probablemente el más feliz —y
desde luego el de más unidad patriótica— de la historia de Sudáfrica, Mandela
culminó su doble misión imposible del liderazgo político. Convenció a todo un
pueblo, el pueblo con más división racial de la tierra, para que cambiara de
opinión.
El objetivo fundamental de Mandela durante
sus cinco años como presidente fue cimentar las bases de la nueva democracia,
alejar la perspectiva de una contrarrevolución terrorista de la extrema derecha
armada. Y lo consiguió. Sudáfrica, pese a todos los problemas que hoy tiene
(problemas que comparte con docenas de países, después de haberse deshecho de
la épica y terrible singularidad que en otro tiempo le distinguía del resto del
mundo), es una democracia estable, mucho más respetuosa con el imperio de la
ley y la libertad de expresión que, por ejemplo, Rusia, otro país que acabó con
años de tiranía más o menos en la misma época. Se ha dicho, y seguramente se
seguirá diciendo mucho tiempo, que Mandela podría haber hecho más para remediar
las injusticias económicas del apartheid. Tal vez, pero en un país con un
elevado índice de natalidad y sin unas cifras de crecimiento económico
equiparables, ese era un reto prácticamente imposible. Lo mejor que puede
decirse es que la presidencia de Mandela vio la aparición de un nuevo y potente
fenómeno social, inimaginable en los años del apartheid: una clase media negra
floreciente. Podría haber emprendido toda una redistribución de la riqueza
nacional, pero eso seguramente habría provocado lo que más temía, una guerra
civil entre razas. La economía que hubiera quedado después habría sido una
economía de cementerio. Por lo que Mandela luchó la mayor parte de su vida fue
por la democracia, y, una vez lograda, su prioridad pasó a ser la paz.
Una paz como la que acordó con John Reinders,
cuyo trato por parte de Mandela ilumina la gran lección que ofrece a todas las
personas de cualquier parte, ya sea en el liderazgo político o en esferas de la
vida menos ambiciosas. Siempre fue coherente entre lo que predicaba y lo que
practicaba. Hablaba de justicia y respeto y trataba a todo el mundo, por
humilde que fuera su condición o por irrelevante que fuera para sus objetivos
políticos o personales, con la misma consideración. Un año después de que
Mandela abandonara la presidencia, Reinders, que siguió trabajando a las
órdenes de su sucesor Thabo Mbeki, recibió una llamada de su antiguo jefe.
¿Podía ir con su familia a comer a su casa el domingo siguiente? Reinders
acudió con su esposa y sus dos hijos creyendo que se trataba de una reunión
amplia. Pero no, Mandela solo había invitado a su familia.
Al empezar la comida, Mandela elevó una copa
y, dirigiéndose a la mujer y los hijos de Reinders, les pidió perdón por
haberles privado tanto tiempo de la compañía de su padre y marido. “Pero llevó
a cabo sus obligaciones de manera espléndida. ¡Espléndida!”. Reinders, que
volvía a llorar recordando la historia, me contó que, después de comer, Mandela
les acompañó a la calle y, cuando se alejaba su coche, se quedó diciéndoles
adiós con la mano.
En una ocasión pregunté al arzobispo Desmond
Tutu, premio Nobel de la Paz como Mandela y una de las personas que le conocían
más de cerca, si podía definirme su mejor cualidad. Tutu se lo pensó un momento
y entonces, con aire victorioso, pronunció una palabra: magnanimidad. “Sí”,
repitió, la segunda vez en tono más solemne, casi en un susurro:
“¡Magnanimidad!”.
Un sinónimo de magnanimidad podría ser grandeza.
Es posible que no volvamos a ver nunca a nadie igual.”
Sí, es muy probable que no volvamos a
conocer a nadie con tal magnanimidad. He tratado de rendirle tributo escuchando
el Nkosi Sikelei iAfrika (Dios bendiga a África), en la versión de la gran
Miriam Makeba con Paul Simon: www.youtube.com/watch?v=MFW7845XO3g,
viendo de nuevo Invictus, la película
de Clint Eastwood basada en El factor
humano de John Carlin, releeré La
sonrisa de Mandela también de John (un libro que voy a regalar profusamente
en las fiestas navideñas) y replatearé mi conferencia del lunes en Galicia en
honor a Madiba.
Gracias, muchas gracias, Mandela, por
lo que nos has enseñado (conductas, hábitos, más allá de las palabras) sobre lo
mejor del género humano. Tu legado debe estar siempre con nosotr@s.
Viva! gracias por el homenaje Juan Carlos, yo tambien hice el mío particular.
ResponderEliminarPara mí siempre constituirá mi mayor referencia ética e íntegra de lo que las personas podemos ser. Un ejemplo de DIGNIDAD (con mayúsculas) y de coherencia entre valores y actitud.
Gracias