Ayer a las ocho de la tarde mi hija Zoe me
llevó al cine, a ver ‘Alexander y el día terrible, horrible, espantoso y
horroroso’, dirigida por Miguel Arteta, con Steve Carrel, Jennifer Garner y Ed
Oxenbould. Una producción de Disney a lo ‘Diario de Greg’, basada en un libro
de Judith Viorst de 1972. El hijo de una familia muy positiva (el padre,
ingeniero aeronáutico; la madre, directiva en una editorial infantil) pide como
deseo de cumpleaños que sus progenitores y sus hermanos (tres) sufran un día
desastroso. Una cinta que a l@s niñ@s de 10-13 años les encanta, con giros
rocambolescos y un final inteligentemente optimista. El tráiler, en sensacine: www.sensacine.com/peliculas/pelicula-193471/trailer-19538844/
Domingo otoñal de entrenamiento de Zoe en
AR10 Soccer Talent (a las chicas les han puesto dos vídeos que te recomiendo:
‘Always #LikeAGirl’ y la historia de Derek Redmond en los Juegos de Barcelona: www.youtube.com/watch?v=i0oGiyGu0YY),
aperitivo en el Parque de Berlín (les he hecho a mis sobrinas y mi hija fotos
junto a restos del Muro que cayó hoy hace un cuarto de siglo), comida y tarde
familiar, con dos episodios de la 2ª Temporada de ‘The Black List’, una serie protagonizada
y producida por un James Spader (Boston, 1960) en estado de gracia. Además, he
estado leyendo ‘Creencias y Terapia. Cómo detectar y eliminar las creencias que
nos limitan’, de Christian Flèche y Franck Olivier, libro muy interesante del
que te hablaré mañana.
De la prensa de hoy, me quedo con la columna
de José Antonio Marina sobre los arbitristas (“Entre el arbitrismo y el
imposibilismo el español anda perplejo”), la entrevista a Risto Mejide sobre el
9-N en Cataluña (“Si dos gobernantes se niegan a dialogar es como si un
cirujano se negase a usar el bisturí”), a Helmut Kohl con motivo del 25º
aniversario de la caída del Muro de Berlín y al grupo irlandés U2 (“Preferimos
ser los primeros de una nueva raza a los últimos de una que se extingue”) y los artículos sobre el Web Sumit de Dublín
celebrado esta semana (con más de 20.000 participantes) y de R. Villaécija
sobre ‘La eterna adolescencia de las pymes españolas’: “El problema es que hay
muchas microempresas poco productivas y pocas grandes que generen mucha riqueza
y tengan una presencia internacional. En España existen alrededor de tres
millones de compañías de las que solo 24.000 tienen más de 50 empleados y solo
3.800 cuentan en sus plantillas con más de 250 personas. En total, más del 60%
de los asalariados españoles trabajan en empresas de menos de 50 personas”. “En
las pymes son pocos los dirigentes que tienen una formación superior. La
mayoría son empresarios hechos a sí mismos que han construido su carrera a base
de trabajo y esfuerzo, movidos por intuición, pero con un déficit de
conocimiento académico”. Aquí solo el 0’8 de las empresas son medianas y
grandes, la mitad que en Alemania, Francia o Italia. Si nuestro tamaño medio se
igualase al de las compañías germanas, seríamos un 15% más productivos. El
Consejo Empresarial de la Competitividad aboga, para crear 330.000 puestos de
trabajo en cuatro años, por “la profesionalización de los cuadros de mando”.
Quisiera destacar asimismo el anuncio sobre
el Human Age Institute (¿Quieres dejar TU HUELLA?) y el artículo del escritor
Antonio Muñoz Molina, sobre ‘La corrupción y el mérito’), que es el siguiente: “El espectáculo
ahora por fin visible de la corrupción no habría llegado tan lejos si no se
correspondiera con otro proceso que ha permanecido y permanece invisible, del
que casi nadie se queja y al que nadie parece interesado en poner remedio: el
descrédito y el deterioro de la función pública; el desguace de una
administración colonizada por los partidos políticos y privada de una de sus facultades
fundamentales, que es el control de oficio de la solvencia técnica y la
legalidad de las actuaciones. Cuando se habla de función pública se piensa de
inmediato en la figura de un funcionario anticuado y ocioso, sentado detrás de
una mesa, dedicado sobre todo a urdir lo que se llama, reveladoramente, “trabas
burocráticas”. Esa caricatura la ha fomentado la clase política porque servía
muy bien a sus intereses: frente al funcionario de carrera, atornillado en su
plaza vitalicia, estaría el gestor dinámico, el político emprendedor e
idealista, la pura y sagrada voluntad popular. Si se producen abusos los
tribunales actuarán para corregirlos.
Está bien que por fin los
jueces cumplan con su tarea, y que los culpables reciban el castigo previsto
por la ley. Pero un juez es como un cirujano, que intenta remediar algo del
daño ya hecho: la decencia pública no pueden garantizarla los jueces, en la
misma medida en que la salud pública no depende de los cirujanos. Los ánimos
están muy cargados, y la gente exige, con razón, una justicia rápida y visible,
pero no se puede confundir el castigo del delito con la solución, aunque forme
parte de ella. El puesto de un corrupto encarcelado lo puede ocupar otro. El
daño que causa la corrupción puede no ser más grave que el desatado por la
masiva incompetencia, por el capricho de los iluminados o los trastornados por
el vértigo de mandar. Lo que nos hace falta es un vuelco al mismo tiempo
administrativo y moral, un fortalecimiento de la función pública y un cambio de
actitudes culturales muy arraigadas y muy dañinas, que empapan por igual casi
todos los ámbitos de nuestra vida colectiva.
El vuelco administrativo
implica poner fin al progresivo deterioro en la calidad de los servicios
públicos, en los procesos de selección y en las condiciones del trabajo y en
las garantías de integridad profesional de quienes los ejercen. Contra los
manejos de un político corrupto o los desastres de uno incompetente la mejor
defensa no son los jueces: son los empleados públicos que están capacitados
para hacer bien su trabajo y disponen de los medios para llevarlo a cabo, que
tienen garantizada su independencia y por lo tanto no han de someterse por
conveniencia o por obligación a los designios del que manda. Desde el principio
mismo de la democracia, los partidos políticos hicieron todo lo posible por
eliminar los controles administrativos que ya existían y dejar el máximo
espacio al arbitrio de las decisiones políticas. Ni siquiera hace falta el robo
para que suceda el desastre. Que se construya un teatro de ópera para tres mil
personas en una pequeña capital o un aeropuerto sin viajeros en mitad de un
desierto no implica solo la tontería o la vanidad de un gobernante alucinado:
requiere también que no hayan funcionado los controles técnicos que aseguran la
solvencia y la racionalidad de cualquier proyecto público, y que sobre los
criterios profesionales hayan prevalecido las consignas políticas.
En cada ámbito de la
administración se han instalado vagos gestores mucho mejor pagados siempre que
los funcionarios de carrera. Obtienen sus puestos gracias al favor clientelar y
ejercen, labores más o menos explícitas de comisariado político. Pedagogos con
mucha más autoridad que los profesores; gerentes que no saben nada de música o
de medicina pero que dirigen lo mismo una sala de conciertos que un gran
hospital; directivos de confusas agencias o empresas de titularidad públicas, a
veces con nombres fantasiosos, que usurpan y privatizan sin garantías legales
las funciones propias de la administración. En un sistema así la corrupción y
la incompetencia, casi siempre aliadas, no son excepciones: forman parte del
orden natural de las cosas. Lo asombroso es que en semejantes condiciones haya
tantos servidores públicos en España que siguen cumpliendo con dedicación y
eficacia admirables las tareas vitales que les corresponden: enfermeros,
médicos, profesores, policías, inspectores de Hacienda, jueces, científicos,
interventores, administradores escrupulosos del dinero de todos.
Que toda esa gente, contra
viento y marea, haga bien su trabajo, es una prueba de que las cosas pueden ir
a mejor. Construir una administración profesional, austera y eficiente es una
tarea difícil, pero no imposible. Requiere cambios en las leyes y en los
hábitos de la política y también otros más sutiles, que tienen que ver con
profundas inercias de nuestra vida pública, con esas corruptelas o corrupciones
veniales que casi todos, en grado variable, hemos aceptado o tolerado.
El cambio, el vuelco principal,
es la exigencia y el reconocimiento del mérito. Una función pública de calidad
es la que atrae a las personas más capacitadas con incentivos que nunca van a
ser sobre todo económicos, pero que incluyen la certeza de una remuneración
digna y de un espacio profesional favorable al desarrollo de las capacidades
individuales y a su rendimiento social. En España cualquier mérito, salvo el
deportivo, despierta recelo y desdén, igual que cualquier idea de servicio
público o de bien común provoca una mueca de cinismo. La derecha no admite más
mérito que el del privilegio. La izquierda no sabe o no quiere distinguir el
mérito del privilegio y cree que la ignorancia y la falta de exigencia son
garantías de la igualdad, cuando lo único que hacen es agravar las desventajas
de los pobres y asegurar que los privilegiados de nacimiento no sufren la
competencia de quienes, por falta de medios, solo pueden desarrollar sus
capacidades y ascender profesional y socialmente gracias a la palanca más
igualitaria de todas, que es una buena educación pública.
Nadie se ha beneficiado más del
rechazo del mérito y de la falta de una administración basada en él que esa
morralla innumerable que compone la parte más mediocre y parasitaria de la
clase política, el esperpento infame de los grandes corruptos y el hormiguero
de los arrimados, los colocados, los asesores, los asistentes, los chivatos,
los expertos en nada, los titulares de cargos con denominaciones gaseosas, los
emboscados en gabinetes superfluos o directamente imaginarios. Unos serán
cómplices de la corrupción y otros no, pero todos contribuyen a la atmósfera
que la hace posible y debilitan con su parasitismo el vigor de una
administración cada vez más pobre en recursos materiales y legales y por lo
tanto más incapaz de cumplir con sus obligaciones y de prevenir y atajar los
abusos. Una cultura civil muy degradada ha fomentado durante demasiado tiempo
en España el ejercicio del poder político sin responsabilidad y la reverencia
ante el brillo sin mérito. Caudillos demagogos y corruptos han seguido gobernando
con mayorías absolutas; gente zafia y gritona que cobra por exhibir sus
miserias privadas disfruta del estrellato de la televisión; ladrones notorios
se convierten en héroes o mártires con solo agitar una bandera.
Esta es una época muy propicia
a la búsqueda de chivos expiatorios y soluciones inmediatas, espectaculares y
tajantes —es decir, milagrosas—, pero lo muy arraigado y lo muy extendido solo
puede arreglarse con una ardua determinación, con racionalidad y constancia,
con las herramientas que menos se han usado hasta ahora en nuestra vida
pública: un gran acuerdo político para despolitizar la administración y hacerla
de verdad profesional y eficiente, garantizando el acceso a ella por criterios
objetivos de mérito; y otro acuerdo más general y más difuso, pero igual de
necesario, para alentar el mérito en vez de entorpecerlo, para apreciarlo y
celebrarlo allá donde se produzca, en cualquiera de sus formas variadas, el
mérito que sostiene la plenitud vital de quien lo posee y lo ejerce y al mismo
tiempo mejora modestamente el mundo, el espacio público y común de la
ciudadanía democrática.”
Cuanto más meritocracia (algo propio de la
“Human Age Companies”), menos corrupción y viceversa. A quienes quieran
entender este desagradable fenómeno, que tanto mina el Capital Social, le
recomiendo que lean a George Loewenstein, uno de los padres de la Economía
Conductual, que ha demostrado científicamente que no es una cuestión de maldad,
sino de “amigos con posibles” (la política hace malos compañeros de cama”) y
vías para mantener un ritmo de vida que no está en sus posibilidades (los
corruptos necesitan de corruptores). En su espléndido ‘Why good accountants
make bad audits’ (HBR, 2002) insiste en que “el verdadero problema no es de
corrupción consciente, sino de sesgo inconsciente”. Citando a Marina, lo que se
rompe cuando se co-rompe es la integridad. “Lo que define a una sociedad justa
es que se puede ser decente sin necesidad de ser heroico”. José Antonio nos
recuerda que se trata de un virus, y que lo infectan los “free-riders”, los
gorrones. Como los políticos que no son servidores públicos sino que se sirven
de lo publico. No pasarán del 20%, pero ensucian a toda la profesión y a toda
la sociedad. Estoy con el maestro Marina en que no se puede ser tolerante con
lo intolerable, porque nos jugamos mucho.
Mi gratitud a l@s polític@s honest@s, que
siguen ahí con la que está cayendo, a l@s buen@s periodistas que denuncian la corrupción
y a quienes hicieron posible hace 25 años el denigrante Muro de Berlín. Como nos ha recordado hoy Carlos Ongallo, desgraciadamente quedan otros Muros en el planeta.