Domingo de entrenamiento de fútbol femenino
(mi hija Zoe y mis sobrinas Carolina y Cristina, en AR10 Soccer Talent), comida
familiar y película vespertina, además de un episodio de ‘The Newsroom’ en tercera
temporada, sobre la ética.
Esta tarde he ido a ver con mi hermana Cris
‘Los juegos del hambre III: Sinsajo, parte I’. Se trata de una de las sagas más
taquilleras del cine reciente. Mi hija y mis sobrinas la habían ido a ver ayer
y nos la han recomendado encarecidamente como “ejemplo de marketing”.
En efecto, en este final de la trilogía
Katniss Everdeen (heroína interpretada por Jennifer Lawrence) se convierte en
“el rostro de nuestra causa”. La presidenta de los rebeldes, Alma Coin
(Julianne Moore), y su lugarteniente Pluatrch Heavensbee (Phillip Seymour
Hoffman) le piden que grabe unos anuncios que fomenten la rebelión. En el otro
bando, el del Capitolio, el presidente Snow (Donald Sutherland) cuenta con
Peeta Mellark (Josh Hutchinson), su pareja.
Las 8 frases de la película:
- Presidente Snow: Srta. Everdeen, son las
cosas que amamos más las que nos destruyen.
- Katniss (a la presidenta Coin): Rescatarás
a Peeta a la primera oportunidad, o ya te vas buscando otro Sinsajo.
- Katniss (a Snow): Yo nunca quise esto, yo
nunca quise participar en los Juegos, yo solo quería que Peeta y mi hermana
estuvieran vivos.
- Katniss: Tengo un mensaje para el
presidente Snow: ¡Si nos quemas, nos quemamos contigo!
- Peeta: Quiero que todos los que nos estén
viendo depongan las armas.
- Gale: Todos podemos elegir, Katniss.
- Eddy: ¿Vas a luchar, Katniss? ¿Vas a luchar
con nosotros? Katniss: Sí, lo haré.
- Eddy: Lo has hecho, Katniss. Has mostrado
que nadie puede detenerte. Gracias.
Todo un icono. Como lo es Pistorius, cuya
biografía (‘Pistorius. La sombra de la verdad’) publica John Carlin pasado
mañana día 25 (el de la presentación del Human Age Institute en Cataluña). Hoy
adelantaba el autor un interesante artículo en El País:
“Desde el
principio, Sheila Pistorius no tuvo ninguna intención de matricular a su hijo
en una escuela especial para discapacitados. Pistorius cursó educación primaria
en una escuela normal para niños normales y, al llegar a la adolescencia, le
planteó el reto de asistir al instituto Pretoria Boys, donde estudiaban los
mejores y más firmes alumnos.
Era una escuela que forjaba
campeones, grandes triunfadores, muchos de los cuales destacaban más adelante
en el deporte, la política, los negocios y el derecho. (...) En 2000, cuando
Pistorius tenía 13 años y le faltaba uno para empezar en la escuela secundaria,
él y su madre se reunieron con Bill Schroder, el director del instituto. Sheila
Pistorius, que por entonces contaba 42 años, era una mujer atractiva con una
gran sonrisa y de personalidad efervescente. Schroder, más habituado a inspirar
temor que a sucumbir a él, recordó ese encuentro años más tarde. Había conocido
a más padres de los que era capaz de recordar, pero aquella mujer, dijo, “era
absolutamente fascinante..., muy notable, con una luz especial”. (...) El chico
parecía sentirse bastante a gusto mientras escuchaba cómo Schroder y su madre
hablaban sobre su futuro, sobre sus puntos fuertes y débiles como estudiante y
sobre los deportes que practicaría.
La mención de los deportes le
recordó al director la razón por la que se sentía menos cómodo que de costumbre
en aquella reunión. Hasta entonces, Pretoria Boys nunca había admitido a un
niño sin pies...; en todo caso, no a lo largo de la década que Schroder llevaba
como director. Aquello supondría una gran responsabilidad para el centro, una
responsabilidad que finalmente recaería en su director. Incapaz de seguir
ocultando su preocupación por más tiempo, Schroder preguntó:
—Sí, pero... ¿podrá afrontarlo?
Sheila Pistorius parecía desconcertada.—Creo que no lo sigo —repuso ella—. ¿De
qué está hablando?
Schroder murmuró algo sobre la
condición del chico, sus... piernas ortopédicas.
—¡Ah! —Sheila Pistorius
sonrió—. Comprendo. No se preocupe. No es ningún problema. ¡Él es completamente
normal! (...)
¿Por qué escribí este libro?
Me embarqué en este libro
porque la historia de Oscar Pistorius es única, sin precedentes, irrepetible,
inverosímil. Le amputan las piernas cuando tiene 11 meses y corre en los Juegos
Olímpicos con 25 años, llegando a las semifinales de los 400 metros en Londres
2012. Ni Homero se inventa eso. Seis meses después, la tragedia: mata a balazos
a su novia, una bella modelo. Si fuera ficción nadie se lo creería; solo es
creíble como no ficción.
Le dediqué 18 meses al
proyecto; hice entrevistas en Texas, Boston, Reikiavik, Milán, Gemona del
Friuli, Londres y por toda Sudáfrica, incluyendo al propio Pistorius y a sus
familiares, al cirujano que le cortó las piernas, al detective de policía que
investigó el caso, al abogado defensor; cubrí el juicio de principio a fin.
Me encontré con un personaje
que lleva todo al límite. Una furia competitiva que ni Rafa Nadal ni Cristiano
Ronaldo. Sangraban sus muñones, se cubrían de ampollas, y se seguía entrenando
a tope. Pero también era extremadamente vulnerable y miedoso. Es la persona más
cortés y gentil que he conocido, pero de repente explota, rabioso, sin apenas
motivo. Es extraordinariamente generoso y colosalmente egocéntrico; es un
romántico empedernido, pero con las mujeres que amaba, asfixiante y posesivo.
El mundo lo ha querido ver en versión caricatura, primero como héroe y luego
como villano. La verdad es mucho más compleja e interesante. Pistorius es
cuatro, cinco, seis personas en una, todas arquetípicas, shakespearianas.
La negativa de Sheila a dejar
que la discapacidad de su hijo lo frenara física o psicológicamente fue el
motor de los notables éxitos de Pistorius en las pistas de atletismo. Su madre
nunca imaginó que él llegaría a ser mundialmente famoso, pero sí sabía que
aquellas curiosas piernecitas de madera que llevaba despertarían curiosidad y
serían, a veces, motivo de burla. Con su determinación de que él nunca debía
sentirse incómodo o avergonzado, de que siempre debía sentirse orgulloso, le
inculcó una lección. No olvides nunca, le diría, que la gente te verá de la misma
forma en que te ves a ti mismo. Él la escuchó con atención y actuó según sus
palabras. Lo que no previó fue que, ocultándose la verdad a sí mismo y a los
demás, puede que subiera su autoestima a corto plazo, aunque tal vez acabara
perdiéndola si no era capaz de enfrentarse a la realidad de su minusvalía, lo
que menguaría su capacidad para desarrollarse durante el resto de su vida como
un ser humano emocionalmente sano. Su empeño por ser considerado siempre como
alguien normal, que aceptaba su discapacidad, era una forma de engañarse a sí
mismo que le provocaba ansiedad y estrés.
Sin embargo, el conflicto entre
esas dos personas en desarrollo no era algo de lo que fuera consciente un niño
tan dependiente de su madre, y Pistorius absorbió sus enseñanzas, haciendo lo
mismo que ella cuando la gente le preguntaba cómo se las arreglaba con un hijo
sin pies: negar que había un problema y poner siempre buena cara. Sheila
Pistorius interpretó su papel con convicción. Como su hijo solo entendería
totalmente cuando fuera un adulto, había un lado oscuro en su vida que intentó
ocultar a toda costa: las consecuencias de la angustia que había padecido en un
matrimonio infeliz y, más adelante, como madre soltera criando a tres hijos con
apenas lo suficiente para llegar a fin de mes.
El auténtico perdedor no
es nunca la persona que cruza la línea de meta en última posición, es la que se
queda sentada, la que ni siquiera intenta competir
Sheila
Pistorius
Puede que, de adulto, Pistorius
siguiera creyendo realmente que en casa todo iba bien; quizá la costumbre de
negar verdades incómodas se convirtió en algo tan natural que no se daba cuenta
de que, a menudo, su madre se emborrachaba hasta quedarse dormida. Era una
intermitente y solitaria adicta al alcohol que encontraba alivio al dolor al
que debía enfrentarse no solo en Dios, sino también en la botella. A veces
bebía tanto que era incapaz de despertarse en mitad de la noche, cuando sus
hijos pequeños la llamaban. Cuando eso ocurría, Carl, el mayor de los tres, se
ocupaba de ellos, desempeñando el papel de padre y ocultando a sus hermanos el
problema de su madre. Pistorius no era capaz de ver en su madre los restos de
una vida desdichada o llena de malas decisiones, sino una superviviente y una
guía moral. Las lecciones que le impartía se reducían siempre a lo mismo, que
él describió en la introducción de su autobiografía, Blade Runner,
escrita cinco años antes de disparar a Reeva Steenkamp, en una época de su vida
en que su máxima preocupación era correr lo más rápido posible. Cuando tenía
cinco meses, Sheila escribió una nota a su hijo con la intención de que la
leyera cuando fuera mayor. Esa nota, incluida en el libro, dice: “El auténtico
perdedor no es nunca la persona que cruza la línea de meta en última posición.
El auténtico perdedor es la persona que se queda sentada, la que ni siquiera
intenta competir”.
Ella pasó los últimos 15 años
de su vida tratando de asegurarse de que la de su hijo no fuera el valle de
lágrimas que estaba destinada a ser, aunque no fue capaz de evitarle la
tragedia de su propia muerte.
Ocho años después de su
divorcio, Sheila Bekker se enamoró y se casó con un piloto aéreo. Un año antes,
cuando empezó la relación, Pistorius tenía sentimientos encontrados, aunque
llegó a querer al novio de su madre y a confiar en él; pensó que, si ella era
feliz con ese hombre, él también debería serlo. La boda se celebró en noviembre
de 2001 y ella cayó enferma un mes más tarde. Los médicos descubrieron que
tenía el hígado muy dañado, pero realizaron un diagnóstico erróneo. Pensaron
que tenía hepatitis y le prescribieron el tratamiento pertinente. Ella
reaccionó mal a la medicación, fue hospitalizada y enseguida empeoró (...).
Su muerte fue una sorpresa,
porque, debido a su carácter, ella no había dicho a sus hijos lo enferma que
estaba. Fue el 6 de marzo de 2002. Pistorius estaba en clase de historia, en su
segundo curso en el instituto Pretoria Boys, cuando Ben Schroder entró en el
aula y le dijo que saliera inmediatamente para reunirse con su padre en la
puerta de la escuela. Él y su hermano Carl subieron al Mercedes de Henke. Su
padre condujo a toda velocidad hacia el hospital, más angustiado de lo que lo
habían visto en toda su vida. Llegaron junto a su cama 10 minutos antes de que
muriese. Otros parientes ya estaban allí. Sin embargo, más que una despedida
fue un velatorio. Ella falleció sin reconocerlos, en estado de coma, con el
cuerpo acribillado por un montón de tubos. Tenía 44 años. Pistorius tenía 15
años y fue como si hubiese perdido otra parte de sí mismo. Destrozado, por
primera y única vez en su vida cuestionó su fe en Dios y durante un breve
periodo buscó consuelo en la marihuana. Iba a la deriva y, a efectos prácticos,
se había quedado huérfano. El espasmo de la atención de su padre cuando se
presentó la emergencia se quedó en eso, en un espasmo. Hasta que empezó a
correr en serio, dos años más tarde, solo veía a su padre cada seis meses. Irse
a vivir con él no era una opción, y el internado se convirtió en lo más
parecido a un hogar. (...)
Cuando regresó a la escuela,
tras el entierro de su madre, les dijo a muy pocos compañeros de clase lo que
había ocurrido. Pero a la mañana siguiente se despertó hecho un mar de
lágrimas. Perder a una madre a los 15 años ya resultaba muy triste en cualquier
circunstancia, pero para Pistorius su madre había sido la muleta de su vida y
un ejemplo moral. Ella había forjado su personalidad, sus puntos fuertes y sus
flaquezas; y, aunque ya no estaría presente, seguiría dirigiendo el curso de su
vida hasta un punto del que solo llegaría a ser consciente mucho más tarde,
después de su siguiente gran tragedia.
Aparte del alcohol, la vida de
su madre tenía otro aspecto que Pistorius prefería olvidar, pero que dejó una
profunda huella en él. Sheila tenía pánico a la delincuencia. Vivía con el
miedo de que un intruso irrumpiera en su casa. A menudo, daba un brinco en la
cama cuando oía un ruido en plena noche y salía corriendo hacia el teléfono
para llamar a la policía. Despertaba a sus hijos y se los llevaba a su habitación,
cerrando la puerta y esperando hasta que llegara la policía. Sus temores no
eran infundados. Cuando Henke se fue, la familia se trasladó no solo a una casa
más pequeña, sino a un barrio más conflictivo. Hubo varios allanamientos en su
casa, a los que ella respondió tomando precauciones extremas y de mal agüero.
Todas las noches se acostaba con una pistola cargada bajo la almohada.”
Mi gratitud a John Carlin y a Suzanne Collins,
autora de la trilogía de ‘Los juegos del hambre’. Son nuevos tiempos, en los
que el Liderazgo Femenino brilla con especial fuerza.