Ya de vuelta en
Madrid, tras volar desde Guayaquil esta pasada noche. Mi más profundo
agradecimiento a los profesionales del IESS Pensiones, que apuestan por la
capacitación (y pronto por el coaching, espero), y a Karla, Pancho, Alfonso,
Telmo y Pardo. Sois excelentes personas.
Al encontrarme
en Iberoamérica, no pude ver en directo ninguno de los partidos de ida de las
semifinales de la Champions. Los resultados (4-0 al FC Barcelona, 4-1 al Real Madrid)
suenan a auténtica paliza; sin embargo, cuando se analizan los partidos con
serenidad, uno comprueba que no ha sido tanto. En el de Munich, el segundo y
tercer gol del Bayern son claramente ilegales (un fuera de juego clamoroso, un
empujón al defensa culé). En el de Dortmund, el penalti no es tal. Mucho
poderío físico, errores estratégicos de los entrenadores de los equipos
españoles, pero no tanto como para que las semifinales estén resueltas. Todavía
creo que es posible, porque en el fútbol todo puede pasar.
Ayer, en el
aeropuerto de Guayaquil, estuve leyendo en la edición internacional de El País
el artículo “Choque de democracias”, de Mark Leonard y José Ignacio
Torreblanca.
Comienza así: “Hubo
un tiempo en el que se consideraba una enfermedad británica. Pero ahora el
euroescepticismo se ha extendido por todo el continente como un virus. Como
muestran los datos del Eurobarómetro, la confianza en el proyecto europeo ha
disminuido incluso a más velocidad que las tasas de crecimiento. Desde el
comienzo de la crisis, la confianza en la Unión Europea ha caído 32 puntos en
Francia, 49 en Alemania, 52 en Italia, 94 en España, 44 en Polonia y 36 en el
Reino Unido.
Lo más
llamativo es que en la UE todo el mundo ha perdido esa fe: tanto los acreedores
como los endeudados, los países de la eurozona, los aspirantes a serlo y los
que decidieron no adherirse al euro. En 2007, pensábamos que el Reino Unido,
donde la confianza era de menos 13 puntos, era el bicho raro con su euroescepticismo.
Ahora, los cuatro países más grandes de la eurozona tienen niveles de confianza
en las instituciones de la UE inferiores a los de Gran Bretaña entonces:
Alemania, menos 29, Francia e Italia, menos 22, y España, menos 52. ¿Cuál es la
explicación?
El argumento al
que se solía recurrir para justificar el euroescepticismo era la supuesta
existencia de un déficit democrático en la UE. Las decisiones, decían los
críticos, las tomaban unas instituciones que no rendían cuentas a nadie, y no
los Gobiernos nacionales elegidos. Pero la crisis actual no surgió de un choque
entre Bruselas y los Estados miembros, sino de un choque entre las voluntades
democráticas de los ciudadanos de Europa del norte y los del sur, los llamados
países del centro y la periferia. Y ambas partes están utilizando las
instituciones de la UE para defender sus intereses.
Antiguamente,
había una norma no escrita de que las instituciones de la UE debían vigilar el
mercado común y otras áreas técnicas —desde los criterios comunes para la
composición de la salsa de tomate hasta las emisiones acústicas de las
segadoras de césped— y los Gobiernos nacionales seguirían teniendo el monopolio
de la provisión de servicios y las decisiones políticas en los terrenos más
delicados de los que dependían las elecciones nacionales.
Desde que
comenzó la crisis, los ciudadanos de los países acreedores se resisten a asumir
la responsabilidad de las deudas de otros sin tener a su disposición unos
mecanismos para controlar su gasto. Con el pacto fiscal y las exigencias del
BCE de que se lleven a cabo amplias reformas en cada país, los eurócratas han
cruzado muchas líneas rojas de la soberanía nacional y han invadido campos que
van mucho más allá de las normas de seguridad alimentaria para controlar las
pensiones, los impuestos, los salarios, el mercado laboral y los funcionarios
de la Administración Pública. Es decir, ámbitos que constituyen el núcleo de
los Estados de bienestar y las identidades nacionales.
Para un número
cada vez mayor de ciudadanos de los países del sur de Europa, la UE representa
lo que era el FMI para los latinoamericanos: una camisa de fuerza de oro que
está estrangulando el margen de maniobra de la política nacional y vaciando de
contenido sus democracias nacionales. En esta nueva situación, pasan los
Gobiernos pero las políticas son básicamente las mismas, y no hay forma de
oponerse a ellas. Mientras tanto, en los países del norte de Europa opinan,
cada vez más, que la UE ha fracasado a la hora de controlar las políticas de la
franja meridional. Los acreedores tienen un sentimiento de víctimas muy parecido
al de los deudores.
Si la soberanía
se define como la capacidad de los ciudadanos de decidir lo que quieren para su
país, está claro que hoy quedan pocos, tanto en el norte como en el sur, que se
sientan soberanos. Ha desaparecido una parte importante de la democracia
nacional que no se ha sustituido a escala europea.
En un sistema
político nacional como es debido, los partidos políticos podrían expresar todos
estos puntos de vista diferentes y, tal vez, hacer de árbitros y encontrar
puntos en común entre ellos. Pero eso es precisamente lo que el sistema
político europeo no puede proporcionar: como no tiene genuinos partidos
políticos, un Gobierno de verdad ni una esfera pública, la UE no puede
compensar los fallos de las democracias nacionales. En lugar de ser un terreno
para la batalla de las ideas, la UE se ha visto perjudicada por un círculo
vicioso entre el populismo antieuropeo y los acuerdos tecnocráticos entre unos
Estados miembros que tienen miedo a sus ciudadanos.
¿El populismo
anti-UE va a convertirse en algo permanente? Esperemos que, a medida que se
recupere el crecimiento, el euroescepticismo se debilite y acabe por
retroceder. Pero el descenso de la confianza en la UE tiene raíces más
profundas. El entusiasmo europeísta no volverá si la UE no cambia drásticamente
su forma de relacionarse con los Estados miembros y sus ciudadanos.
Y después
repasaba algunos países: “Los alemanes se consideran víctimas de la
crisis del euro. Creen que se les ha traicionado y tienen miedo de que se les
pida pagar más impuestos o aceptar unos niveles más altos de inflación para
salvar el euro. Sin embargo, en Alemania existen sentimientos encontrados sobre
la UE. El Eurobarómetro muestra que el 56% de los alemanes “no confía” en la UE
y solo el 30% tiene una imagen “bastante positiva” de la Unión. Por otra parte,
el populismo, hasta ahora, está contenido: todos los grandes partidos políticos
apoyan el euro y las últimas encuestas indican que tres cuartas partes de los
alemanes están en contra de abandonar la divisa común. Acaba de nacer un nuevo
partido contrario al euro, la Alternativa por Alemania, pero hasta ahora sus
proyecciones más optimistas le dan un 2% de los votos en las elecciones
generales de septiembre. Puede que los alemanes ya no tengan afecto al euro,
pero eso no quiere decir que deseen dejarlo.”
¿Y España? “Durante
décadas, España pensó que su relación con Europa reflejaba el dictamen de
Ortega y Gasset: “España es el problema y Europa la solución”. La espectacular
caída sin precedentes de la confianza en la UE desde que comenzó la crisis no
es solo resultado de las medidas de austeridad. Al fin y al cabo, los españoles
tuvieron que someterse a dolorosas reformas para entrar en la Unión y después
en el euro, además de superar su trágico pasado. Sin embargo, ahora, la falta
de una visión clara sobre el futuro nacional y el europeo hace que los
sacrificios que se les exigen no cuenten con consenso ni legitimidad. Los
españoles no culpan a Europa de la crisis ni quieren abandonar el euro. Lo que
ha erosionado su lealtad a Europa y su confianza en ella es que no tienen voz
ni voto y no pueden discutir unas políticas que es evidente que no están
funcionando. Los españoles no se han vuelto euroescépticos, pero sí unos
feroces eurocríticos.”
Lo comentaba en
Del Capitalismo al Talentismo: Alemania
empieza ganando las guerras (mundiales, y la actual guerra económica) y las
acaba perdiendo. Ojalá también pierda las semis de la Champions, por partida
doble. Una final española en Wembley sabría ahora mejor que nunca.