Jueves en
Madrid, en Alentis (más de 2.000 profesionales con otras capacidades, más de
12.000 profesionales en total), uno de los buques insignia de la ONCE. Me
siento muy orgulloso del avance de estos grupos empresariales (Ceosa-Fundosa)
en años tan difíciles.
Especialmente
interesante el artículo de Adela Cortina ayer sobre Cómo cambiar la tendencia. “El descubrimiento
diario de casos de corrupción aumenta la desmoralización de un país como el nuestro,
del que Ortega dijo con razón: “Los españoles. Ese pueblo que ha pasado de
querer ser demasiado a demasiado no querer ser”. ¿Cómo cambiar la tendencia?
¿Cómo ilusionarse con querer ser en un país en el que actuar con justicia sea
una obviedad?
En principio,
la corrupción política se produce cuando intervienen tres actores: el pueblo,
que mal que bien deposita su confianza en los representantes a través de
elecciones libres; los representantes, que presuntamente van a gestionar los
asuntos y dineros públicos con vistas al bien común; y un tercer actor que
ofrece ganancias a los representantes si le favorecen de una forma especial,
quebrantando la ley. En este juego se escurre dinero público hacia cloacas
privadas, y actualmente en cantidades astronómicas; un dinero que no solo es de
todos, sino que además después se reclama a ciudadanos que forman parte del
pueblo, y son los engañados por los otros dos actores.
De donde se
sigue no solo el robo de dinero, no solo la violación de la legalidad, no solo
el sacrificio de las capas más desprotegidas, sino también la quiebra de la
confianza, ese capital ético tan difícil de generar y tan difícil de reponer
cuando se ha perdido.
Por si faltara
poco, esta forma de corrupción es la que se entiende técnicamente como
corrupción política. Pero en la realidad cotidiana, la corrupción se amplía a
todas aquellas ocasiones en que una actividad, sea política, bancaria, judicial
o sanitaria, ha dejado de perseguir la meta por la que cobra legitimidad social
y solo beneficia a los intereses particulares de algunos de los actores en
juego, que defraudan la confianza de los demás. La corrupción de las
actividades sociales, cuando las metas que deberían perseguir se cambian por el
bien individual y grupal, aumenta la desmoralización de la sociedad.
Hay que reducir
el número de políticos y que los malos gestores devuelvan el dinero
A ello se
añaden los privilegios de la clase política y de la financiera, inadmisibles en
una sociedad democrática, regida por el principio de igualdad. Los ciudadanos
reaccionan indignados ante los privilegios de unas élites que se aseguran una
vida espléndida con solo unos años de profesión, que gozan de retiros
millonarios después de haber gestionado un banco de forma tan pésima que ha
quebrado, un banco al que se ha inyectado dinero público. Después de haber
llevado a un país a la ruina, sueldos elevados, buena colocación, coche
oficial. El mundo del privilegio sin justificación posible no tiene sentido en
una sociedad democrática.
No hace falta
detallar casos de corrupción ni tampoco privilegios injustificados, porque se
han ganado a pulso estar en los medios de comunicación y en las redes todos los
días. Pero sí que urge forjar una ética pública que sirva de antídoto frente a
la corrupción.
Algunas sugerencias
nacidas de esa ética para ir reforzando el vigor de la justicia serían las
siguientes: reducir el número de políticos a lo estrictamente necesario;
ajustar su intervención en la economía a lo indispensable para asegurar un
Estado de Justicia; desarrollar mecanismos institucionales para descubrir la
corrupción y combatirla, empezando por la Ley de Transparencia; las leyes
deberían ser pocas, claras y tendría que asegurarse su cumplimiento; exigir que
los corruptos y quienes han gestionado mal el dinero público lo devuelvan y que
no tengan que asumir las deudas el Estado o la comunidad autónoma
correspondiente; eliminar los privilegios de cuantos hacen uso de fondos
públicos y equipararlos al resto de los ciudadanos; impedir que los procesos
judiciales consistan en manipular el derecho en vez de tratar de administrar
justicia; aumentar el nivel de rechazo de la población hacia este tipo de
prácticas, empezando por los puestos de mayor poder y responsabilidad, que
deben ser ejemplares.
Y convertir todo
esto en hábito, en costumbre, en lo que va de suyo porque es lo justo y lo que
nos corresponde como seres humanos. Eso es lo que significa “ética pública”,
incorporar en el êthos, en el carácter de las personas y de los pueblos esas
formas de actuar, que son las propias de gentes cabales.
La ética no es
el clavo ardiendo al que se recurre al final de un artículo o de una
conferencia cuando ya no se sabe qué decir. Es el oxígeno imprescindible para
respirar, y es lamentable que solo lo echemos de menos cuando nos falta. Hace
años, en la preparación de un congreso, los organizadores de un determinado
partido montaron una mesa de economía, otra de derecho y otra de ética. Las de
economía y derecho ocuparon las grandes salas de la planta baja, la ética quedó
en una salita reducida del primer piso: en la superestructura. Pero acabó
desbordándose de militantes que decían: es por esos valores por lo que ingresé
en el partido. Ojalá esto siguiera siendo así.
Porque la ética
pública consiste en gestionar con responsabilidad los dineros y las
aspiraciones públicas, haciendo de la justicia la virtud soberana de la vida
compartida. Incorporarla es cosa de toda la sociedad, pero las élites
políticas, económicas y mediáticas tienen mayor poder y, por tanto, mayor
responsabilidad.”
En el número de
Actualidad Económica de febrero, dos
artículos que merecen mucho la pena. El de portada, de Marta García Aller,
titulado El día menos pensado. Un
análisis de 9 páginas sobre la empresa de moda en el Ibex: renueva tiendas y
formatos, crece en el exterior, innova… Ricardo Currás, su consejero delegado,
dejó Arthur Andersen hace 27 años para entrar en lo que era una pyme (hoy es la
tercera empresa de distribución, tras Mercadona y Carrefour, y pronto serán los
segundos). Día la preside mi buena amiga Ana Mª Llopis y va a crecer más que
nadie en el sector, merced a sus nuevos formatos (es la primera franquiciadora
del país).
Miguel Ors
Villarejo entrevista a Arthur Laffer (72 años), “padre” de la curva que lleva
su nombre, y que dibujó a Rumsfeld y Cheney en una servilleta: “Si alguna vez
se entera de una economía que se haya enriquecido a base de subir impuestos, no
deje de llamarme. Es la cosa más absurda que he oído. Cuando gravas a la gente
que trabaja y pagas a la que no trabaja, acabas teniendo un montón de gente que
no trabaja”. Mira en qué país ha venido a decirlo. Laffer cree que el Estado
debe suministrar los bienes públicos (defensa, justicia, algunas
infraestructuras) que el mercado no produce de forma eficiente. “Bastaría con
un tipo único del 12% en el IRPF y otro del 12% en el IVA”. Cada paso más allá
de allí, nos empobrece en su conjunto.
Gracias, Dra.
Cortina; gracias, Marta; gracias, Miguel. Necesitamos aprender de buenos
ejemplos (como el de Día) y del magisterio de Adela Cortina y Arthur Laffer
para cambiar, desde la ética, la actual tendencia.