Anoche disfruté de Notting Hill, una comedia romántica con Julia Roberts y Hugh Grant. Una historia preciosa.
Y hoy, ¡qué emocionante
la última jornada de Liga! He estado siguiendo en televisión los distintos
partidos. Me he alegrado mucho de la salvación del Real Zaragoza (“Milagro”
Jiménez ha realizado una labor impresionante; como dice mi amigo Javier, “la
humildad del coach”), del Granada (buen trabajo de Abel) y del Rayito
(enhorabuena a Sandoval). Lo lamento por el Racing de Santander (que llegó a
ser Euro-Racing con Francisco Pernía de presidente), el Sporting y del
Villareal (a pesar del buen trabajo de Lotina). Todo, en los últimos cinco
minutos. Ovación a Fernando Roig y a Juan Roig. Tres grandes equipos bajan a
segunda. ¡Así es la Liga!
La semana pasada publiqué en Dossier Empresarial el artículo Un país a la deriva… o tal vez no, que
quiero compartir contigo:
“Érase una vez un país maravilloso, con un clima
excelente y con una gastronomía impresionante (probablemente la más diversa y
completa del planeta), además de una gente cercana y hospitalaria, que después
de forjar un gran imperio en el que nunca se ponía el sol, se “encerró en sí
mismo” durante más de 400 años y, a causa de esa ‘tibetanización’ (el término
es de Ortega y Gasset), desarrolló entre otros dos grandes males: la falta de
sentido del mérito (los grandes logros de sus ciudadanos no se ponían en valor
y la envidia triunfaba como el vicio más extendido) y el cainismo (esta nación
había sufrido hasta cuatro guerras civiles en los siglos XIX y XX y todavía se
debatía casi a partes iguales entre dos “facciones”, la izquierda y la derecha,
conceptos trasnochados que ya no significaban gran cosa, pero servían de excusa
para la confrontación entre compatriotas).
En esto llegó la crisis
de 2007, que pilló a ese país con el pie cambiado. Un primer gobernante,
profesor de Derecho de una universidad pública sin experiencia alguna de
gestión, pecó de exceso de ingenuidad (sin duda, desde la buena voluntad),
minimizó la crisis y sus efectos y que empezó a afrontarla demasiado tarde. El
pueblo penalizó a ese gobernante y entregó la mayoría absoluta al partido
rival, que contó con un poder sin precedentes en democracia. El segundo
gobernante fue un registrador de la propiedad (una oposición dificilísima de
aprobar, que requiere de mucha memoria), ex ministro, con muchos años de
política, que se dedicó a recortar y recortar para reducir el déficit público
según le había exigido la poderosa Alemania de la Sra. Merkel (también, desde
la mejor de las voluntades). En ninguno de los dos casos había un proyecto de
futuro, un modelo de Estado, un sueño colectivo, sino parches improvisados para
“salir de la crisis”.
El país se encontraba
ante una encrucijada. O más de lo mismo (avanzando en sus mayores males: la
envidia por comparación social y la lucha fratricida, justificando todos los
desmanes “de los suyos” y reprobando los del “enemigo”) o reinventarse como
nación. Aprovechar el cambio de era, el inicio del talentismo, para apostar por
la educación, invertir en desarrollo y librar una cruzada contra una
administración pública pasota y ventajista (con una abstención bochornosa, una
productividad ínfima, un servicio al cliente en general deplorable) y una
calidad directiva lamentable (en el puesto nº 45 del mundo, impropio de la
decimosegunda economía del planeta). Resulta que ese país, cuando le ponía
sistema (rigor, método) a su natural pasión, demostraba que era de los mejores
(el deporte era un gran ejemplo de ellos).
Los medios de
comunicación se dejaron de lamentaciones, de quejas, de patrañas y se dedicaron
mayoritariamente a fomentar el aprendizaje, la calidad, el optimismo
inteligente. La educación dejó de estar mal pagada (“pasas más hambre que un
maestro de escuela” era un conocido refrán) y poco exigida. Como en esa
multinacional textil que se había convertido en la número uno del mundo desde
el Finisterre, en la educación se “empezó a pagar el doble y a exigir el
triple”.
Las empresas privadas
dejaron de bloquearse por el miedo y se centraron en lo que podía crear valor
para el cliente: la excelencia (la calidad, superar las expectativas), la
confianza, la innovación y el talento (poner en valor lo que uno sabe, quiere y
puede hacer).
Los ciudadanos empezaron
a exigir como tales, no como súbditos de una monarquía absolutista o de una
dictadura militar. Se movilizaron, sí, pero no para manifestarse sino para
hacer juntos un país mejor. En la administración pública se impuso finalmente
la Dirección por objetivos, la retribución variable, el liderazgo a todos los
niveles. Se profesionalizó como nunca antes. La productividad se elevó
considerablemente, así como la calidad de servicio. El país descubrió que el
gran agujero de su déficit no estaba tanto en las corruptelas y el despilfarro
(que muchas veces era el chocolate del loro), sino en una administración
eficiente (que administra profesionalmente sus recursos, desde el orgullo de
pertenencia) y eficaz (que logra los objetivos que se marca). Una
administración que funciona.
El gobierno actuó “todos
a una” con el resto de las fuerzas políticas y sociales, desde una Estrategia
integradora que utilizaba tres herramientas propias del siglo XXI: el Cuadro de
Mando Integral, la Estrategia de Océano Azul (para ser percibido como único
para los turistas y para sus ciudadanos) y la Generación de un Modelo de
Negocio. Y el país se reinventó: sí, era “different”, pero porque era el
paraíso de la felicidad, del bienestar desde el esfuerzo, desde la inteligencia
triunfante.
Tal vez todo esto sea un
cuento de hadas. O tal vez no. De nosotros depende convertirlo en realidad.”
Curiosamente, de
actuar “todos a una” hablan Gregorio Marañón y José Juan Toharia en un
estupendo artículo en El País, De la angustia cívica al pacto político. Lo recogeré mañana en este blog.
Mi agradecimiento a quienes nos hacen disfrutar con el fútbol y a quienes practican y predican que la cooperación es lo más inteligente.