Por sus obras les conoceréis

Esta mañana he ido a ver “El caso Farewell”, una película francesa que relata un caso de contraespionaje en 1981 que contribuyó decisivamente a la caída de la Unión Soviética. Basada en el libro “Bonjour Farewell” de Serguei Kostine, esta película de “historia reciente” muestra como pocas la vida en la Guerra Fría (especialmente en la URSS) y las opiniones de Reagan y Miterrand al respecto. Al parecer, la iniciativa llamada “La guerra de las Galaxias” fue un farol de EE UU tras el desmantelamiento del espionaje comunista. La película me ha gustado: buen ritmo, espléndidos actores (tanto la pareja protagonista como los secundarios) y una historia bien contada. Preciosa la canción de “La mélancolie” (www.youtube.com/watch?v=bpSFeJuBcuA), de Léo Fèrré, el último de los poetas galos malditos.

En la prensa de hoy, entrevista en El País Negocios de Miguel Olivares al conferenciante Emilio Duró: “Los directivos no saben conciliar familia y trabajo”. Creo, sinceramente, que hay de todo. Sí estoy más de acuerdo con otra de sus aseveraciones: “Hemos puesto de moda a quien no tiene ni idea y encima da consejos”. Efectivamente. De igual forma que, como me comentaban el otro día, la intensidad del Amor puede definirse por el dolor que te causaría la pérdida de ese ser querido, ¿cómo sabemos quién tiene idea (del sabio el consejo) y quién no la tiene? Precisamente, por sus obras, por su experiencia (empresarial, de gestión), por lo que ha publicado. Un servidor aprecia (no pretende ser exhaustivo) la sabiduría de autores nacionales como Francisco Alcaide, Enrique Alcat, Ignacio y Santiago Álvarez de Mon, José Manuel Casado, Alfons Cornella, Nuria Chinchilla, Enrique Dans, Javier Fernández Aguado, Álvaro González Alorda, Luis Huete, Pilar Jericó, Douglas McEncroe o Pedro Nueno, cuyos textos (más de uno) son de relevancia. Pueden dar sabios consejos, porque lo han hecho tangible, en forma de libros. Una sociedad que no sabe separar el grano de la paja favorece la superficialidad, lo frívolo, y no merece salir adelante.

En el mismo suplemento, los artículos “Líderes sin credibilidad en la eurozona” de Guillermo de la Dehesa (www.elpais.com/articulo/primer/plano/Lideres/credibilidad/eurozona/elpepueconeg/20110821elpneglse_5/Tes) y “El inexistente milagro de Tejas” de Paul Krugman (www.elpais.com/articulo/primer/plano/inexistente/milagro/Tejas/elpepueconeg/20110821elpneglse_6/Tes). En el mismo diario, entrevista a Eduardo Leite, presidente de Baker & McKenzie: “Europa aprenderá muco y saldrá adelante, porque tiene potencial. Pero debe preocuparse por encontrar talento. El gran problema del mundo será el talento. Vamos a sentir una gran falta en todo el mundo. ¿De dónde vamos a sacar tanto talento para dirigir tantas iniciativas y tantas necesidades desde sociales a empresariales? En el último Foro Económico Mundial ese fue uno de los grandes temas que se debatieron”. Hay muchas más necesidades que talento disponible.

En el mismo diario, el escritor egipcio Alaa Al Aswany escribe: “¿Cómo podemos salvar la revolución?”. Más de 1.000 de sus compatriotas han perdido la vida por un cambio profundo, no por una reforma parcial. “Urge limpiar de corrupción la justicia y la policía, hacer una ley electoral y convocar elecciones”.

En El Mundo he leído que el regalo al Papa del líder de la oposición, Mariano Rajoy, ha sido un CD de gregoriano del Monasterio de Silos, porque es “un recuerdo muy bonito y significativo de lo que es España” (un regalo inteligente). Y la respuesta de José Antonio Marina (uno de nuestros pensadores más sabios) a la pregunta «No entiendo por qué Dios permite que pasen cosas malas a inocentes» de Pablo García al Sumo Pontífice: Todas las religiones, a su manera, han intentado explicar la existencia del mal, del dolor, en una palabra, de la finitud. Las respuestas han sido, como era de esperar, variadas e insatisfactorias: el mal no existe, es pura ilusión humana; en el mundo hay dos grandes principios, uno bueno y otro malo; los dioses son malos y juegan con el ser humano; el pecado humano alteró los planes de Dios. Leibniz elaboró en 1710 una teodicea, que era el intento de justificar a Dios. Su solución era que estamos en el mejor de los mundos posibles. Voltaire se rio de él, presentando en Candide al doctor Plangloss, que repetía continuamente esa máxima optimista.

En 1755, el terremoto de Lisboa puso de manifiesto la contradicción entre la terrible naturaleza y un Dios providente. Casi dos siglos después, Auschwitz puso de manifiesto la contradicción entre ese mismo Dios y la perversidad humana. Al final, la existencia del mal se eleva como el gran argumento contra Dios: una de dos, o quiere evitar el mal y no puede, y entonces no es omnipotente; o puede evitar el mal y no quiere, y entonces no es bueno. Es difícil no ser empitonado por las dos astas del argumento.

Lo que me interesa de este planteamiento tan convincente es su carácter paradójico. Sólo tiene sentido si afirma lo que quiere negar. Me explico. La injusticia de la finitud es una creencia religiosa. Sería absurdo o ridículo que un físico considerara injusta la limitación de la materia. O que un médico considerara injusta la proliferación de células en un cáncer. ¿Debemos considerar injusta la ley de la gravedad, después de darnos un golpazo al caer desde una ventana? ¿Un Dios bueno hubiera debido hacernos a todos ingrávidos? Son preguntas que, al parecer, no tienen sentido.

Pues bien, lo que creo es que tienen sentido, y que nos permiten situar la religión dentro del dinamismo de la inteligencia humana y a Dios dentro del dinamismo religioso. La religión surge del miedo ante fuerzas incontrolables y del deseo de apaciguarlas de alguna manera. A eso se une una necesidad de buscar explicaciones que forma parte de nuestra dotación innata, y que dio origen a las inevitables y plurales cosmogonías. Pero, a partir de un momento decisivo para la Humanidad, lo que Karl Jaspers denominó «época axial» (entre los siglos VIII y III antes de nuestra era) algo cambia en nuestro mundo, de una manera tan inexplicable como apareció el lenguaje hace 200.000 años o el arte hace 50.000. La figura aterradora del poder -el Dios, los dioses, la deidad- se concibió como buena. Sin comprender lo que esto supuso para la Humanidad, seremos injustos con las religiones. Apareció, en la figura de Dios, un modelo de perfección, un garante de la justicia, un liberador, una defensa contra el tirano, un protector. Dios era una utopía, y el papel de las utopías no es prometer un mundo mejor, sino afirmar que el presente puede mejorar.

En ese sentido, Dios ejerció -como idea- un papel providente. Platón decía que la esencia del alma humana es Anábasis, subida. La aparición de la figura de Dios en el horizonte humano fomentó la idea de justicia como meta. Recuerdo la emoción con que leí en mi juventud a Descartes: «Soy un ser finito capaz de pensar lo infinito». Y a Feuerbach: «Dios es la personificación de los mejores deseos humanos». Y también la que me produjo Hegel al decir que Dios no estaba al principio, sino al final de nuestra historia. Y por supuesto un texto cristiano, la Carta a Diogneto en que, tal vez respondiendo a las preguntas de los cristianos que no acababan de ver la providencia de Dios, les decía: «Es que vosotros sois la providencia de Dios». Es decir, vuestra acción es la realización de Dios.

Dios no es la explicación del mal, Dios es la rebelión contra el mal. Cuando estos días he visto a miles de jóvenes en Madrid, he deseado que no se pierdan en estructuras dogmáticas procedentes de dudosas filosofías, sino que crean que ellos son los realizadores de Dios. Lo que supone la fe en Jesús, lo que me hace sentir cristiano, es sólo una afirmación optimista, y contra toda lógica y toda experiencia: el bien es más poderoso que el mal. Una confesión humilde, trágica, precaria y esperanzadora, cuya verdad depende de mí.”

¿Qué más se puede decir al respecto? También he estado leyendo “Buen jefe, mal jefe” del profesor de Stanford Robert Sutton. Pero de este libro escribiré mañana en el blog.

Mi agradecimiento a quienes demuestran, en la práctica, que el bien es más poderoso que el mal, que el sufrimiento “edifica la civilización del amor”.