The Company Men

Matinal de cine de esas que le gustan tanto a un servidor (en la sala, sólo un individuo más), para ver en versión original subtitulada “The Company Men”. La crisis económica vista desde los ejecutivos. Una empresa industrial de Boston, GTX realiza despidos para elevar su cotización en bolsa y no ser comprada por grupos rivales. La Directora de RR HH (María Bello) se limita a tomar nota y a ejecutar lo acordado. Entre los que dejan la compañía, el jefe de ventas (interpretado por Ben Affleck), el VP que la fundó hace tres décadas (Tommy Lee Jones) y el responsable del área internacional (Chris Cooper). En la cinta, escrita y dirigida por John Wells, vemos cómo pasan el primer año de sus nuevas vidas. Cada uno responde a la adversa situación de distintas maneras: bloqueo, lucha y huida (el que huye, Bobby, afortunadamente tiene una mujer cariñosa y pragmática). Muy buenas interpretaciones (especialmente la del veterano Tommy Lee Jones, que se ha convertido en “La conciencia de América” por este papel y el de “En el valle de Elah”, sobre la guerra de Irak) y un importante motivo para la reflexión: después de la fiesta, hemos de reinventarnos para seguir adelante, y no es fácil porque preferimos buscar culpables ahí fuera y mantener nuestro ego.

En la portada de El País Semanal, “Trabajadores en vilo”: 30 profesionales que temen perder su empleo, y la opinión de los expertos (Manuel Pimentel, Juan José Castillo, Iñaki Piñuel). En el suplemento “Mercados” de El Mundo, dos artículos muy interesantes: “El desempleo en España: estructura y efectos” del sociólogo Pablo López Calle y “Las consecuencias psicológicas del paro” del psicólogo Vicente Prieto. En ABC, Igancio Camacho escribe “Falacias sobre el Paro”.

Martín Prieto dedica su página en La Razón a Eduardo VIII, el nazi. Al parecer, el monarca británico era brapdipsíquico (detuvo su desarrollo intelectual en la pubertad), con complejo de Electra y gerontófilo: “persiguió mujeres casadas mucho mayores que él hasta que dio con la estadounidense Wallis Simpson, doblemente divorciada, poco agraciada, probablemente infértil y defensora de la tesis de que una mujer nunca está suficientemente delgada”. La historia de que Eduardo VIII renunció al trono por amor es “la peor novela romántica del siglo XX”. Como duques de Windsor marcharon de viaje de novios a la Alemania nazi siendo calurosamente recibidos por Hitler. “Su secreto es que era tonto pero bien vestido y esperaba recuperar la corona cuando Inglaterra fuera derrotada o regresar como líder político con la esvástica en la mano”. Churchill le nombró Gobernador de las Bahamas, pero siguió haciendo declaraciones sobre el inevitable triunfo del III Reich, “igual que Joseph Kennedy, patriarca de la saga y embajador de Roosevelt en Londres”.

En El Mundo, José Antonio Marina nos habla de La virtud. No me resisto a reproducir sus palabras: “A veces una palabra se corrompe, con lo que se cierra el acceso a la realidad que designaba. Es lo que ha sucedido con la palabra “virtud”, que traducía la griega “areté”. Significaba la excelencia, la fuerza creadora. Pero acabó convirtiéndose en símbolo de una moralidad mojigata. Nada de eso estaba en su origen, cuando los filósofos griegos elaboraron la teoría. Distinguían las virtudes intelectuales, que nos hacen pensar bien, inventar, hacer ciencia; y las virtudes morales, que nos permiten elegir adecuadamente nuestro comportamiento. Ambas eran hábitos operativos. Inclinaban a la acción. La virtud tenística es la que le hace ganar a Nadal. La psicología americana ha descubierta la noción de “virtud”, con lo que los europeos quedamos una vez más como expertos en ceguera por estupidez ideológica. Hemos sustituido la “educación” de las virtudes, el entrenamiento para una vida excelente, por una “educación en valores”, que es teórica y abstracta. Saint-Exupery escribió: “En la vida no hay soluciones. Hay fuerzas en marcha: si las creamos, las soluciones llegarán”. Se estaba refiriendo a la energía creadora de las virtudes. Los Padres Fundadores de EE UU eran muy conscientes de que una democracia debe fundarse en la virtud de los ciudadanos. Nosotros nos hemos pasado de listos, y así nos luce el pelo. Por eso, reivindico la grandes de esas energías creadoras que son las virtudes”. ¡Qué brillante, querido Maestro! No se puede expresar uno mejor.

JAM pone el ejemplo del deporte, como no puede ser de otra manera. En El País, Iñaki Urdangarín escribe “El deporte, actividad para la convivencia social” y se pregunta: “¿En qué ayuda la presión extradeportiva de estos cuatro clásicos a la educación de los jóvenes?”. Y concluye: “El deporte puede ser una poderosa herramienta para la concordia o uno de tantos motivos para la discordia. Depende de los directivos, entrenadores deportistas, medios y sobre todo de los ciudadanos y ciudadanas la decisión de para qué queremos el deporte. Yo ya lo tengo claro”.

Finalmente, “Ser o no ser, esa es la cuestión”, de John Carlin. Tan shakespeariano como Branagh, nos habla de la locura del nuevo Rey Lear: “El famoso futbolero Albert Camus, también conocido como novelista y filósofo, propone que la única pregunta realmente seria es si uno debería o no suicidarse. Si viviese hoy, reconocería que ha surgido otra fundamental, también relacionada con el suicidio: ¿Comparte la cúpula del Real Madrid los criterios de su entrenador, José Mourinho? O, para plantearlo de otra manera: ¿Han caído todos en la locura o queda en el Bernabéu algún rayo de luz?

No nos referimos a la filosofía de juego del equipo. Optar por una estrategia de destrucción en vez de creación, de pelotazo en vez de posesión, y considerar que un 0-0 en casa en el partido de ida de una semifinal de la Champions es un objetivo digno de celebrar no es nada nuevo en el fútbol ni tampoco irracional si se parte de la premisa -la admirablemente humilde premisa- de que el rival es muy grande y la única forma de oponerse a él es jugando como un equipo pequeño.

No. Hablamos de las declaraciones de Mourinho después de que sus planes para un empate a cero contra el Barça se torcieran y su equipo perdiese por 0-2. El contexto fue una rueda de prensa, pero, salvo el sector Torrente de la afición madridista, cualquier observador medianamente lúcido habría entendido que esa no fue la denominación indicada para describir semejante coloquio. Se trataba de una intensísima sesión de psicoterapia que debería haber permanecido en privado, entre paciente y médico, pero fue transmitida en directo a millones de personas en todo el mundo.

Eso sí, fue un espectáculo magnífico, aterrador, digno de una obra de Sófocles o de Shakespeare o de una novela de Dostoievski en la que el héroe, en un éxtasis de agonía existencial, clama contra el universo. El "¿por qué?" mourinhiano pasará a la leyenda junto a los gritos impotentes de Edipo, el rey Lear o Iván Karamazov ante la ciega injusticia celestial.

La particular dificultad que nos plantea el monólogo de Mourinho, el aspecto psiquiátrico de la cuestión, radica en la desproporción entre causa y efecto. No acababa de descubrir que había matado a su padre, que sus hijas le habían usurpado el poder, que Dios no existía o que, aunque existiera, no podía alabarle, ya que permitía la muerte de los niños. No, no. Lo que le había abierto los ojos al horror de la condición humana fue la tarjeta roja que vio un joven llamado Pepe, castigado por un organismo de Naciones Unidas dedicado a aliviar el sufrimiento de los niños que Dios ha abandonado.

Ante semejante calamidad, Mourinho tuvo una revelación. De repente, entendió que la vida carece de sentido, que todo es una broma, que el mundo es "un asco". Pero, trastornado por el poder absoluto, se había equivocado espectacularmente de escenario. Invadido por una mezcla tóxica de paranoia y egomanía, pensaba que estaba actuando en una tragedia de dimensiones épicas cuando se trataba de una comedia con un protagonista, repetimos, llamado Pepe.

Lo que queda por ver ahora es si los mandatarios del Madrid se han percatado de esta grotesca realidad y si consideran que una entidad cuya imagen mundial ha sido al fútbol lo que el Rolls Royce es a los automóviles o la familia real británica a la aristocracia puede seguir con él al mando. De la señoría se ha pasado a la farsa y, por si alguien cree que estamos expresando una opinión idiosincrática o incluso original, échenle un vistazo a los diarios británicos, hasta esta semana admiradores casi incondicionales del entrenador portugués. Simon Barnes, del Times, por elegir un ejemplo, escribió que Mourinho se había revelado por lo que es, "el loco del metro" que cualquier día aparece en el andén y te dice que es Napoleón. "El Madrid ha caído en el ridículo", dice Barnes, laureado y veterano periodista deportivo, "y la imagen que transmite el club es mucho más tonta de la que vimos cuando fracasaba con sus anteriores entrenadores".

¿Se reconocerán en este espejo los otros amos del Madrid, los que Mourinho ha desplazado? ¿Harán algo al respecto? ¿O, contaminados de la enfermedad caligulesca del pobre hombre que han dotado de poderes sin límite, caerán en la inconsciencia de permitir que un grandioso club se desplome hacia el suicidio?”. Gracias, John, por un artículo soberbio.

Mi agradecimiento hoy a mi madre, Maribel, y a todas las madres. Ellas sí que representan el día del trabajo, que también hoy se celebraba.