Empresas que caen y el año del conejo

AVE a las 8.30 a Zaragoza, coaching a un directivo (tremendamente preparado, muy comprometido) de una de las principales empresas aragonesas, y AVE de vuelta a las 13.50 horas. He tenido tiempo para tomar un café con Javier Pardo, DG de APD Aragón, y pensar en actividades conjuntas para los próximos meses. Javier es una de las personas más amables y encantadoras que conozco; es una maravilla pasar un rato con él en la ciudad del Ebro.

Comentaba ayer que había estado leyendo la versión en castellano de Empresas que caen y por qué otras sobreviven. Un libro utilísimo, basado en investigaciones empíricas, que nos presenta un modelo de “involución” en cinco fases:

1. La arrogancia (hibris, orgullo desmedido) nacida del éxito. Brilla la arrogancia, se descuida lo principal, el “qué” sustituye al “por qué”, se deja de aprender…

2. La persecución indiscriminada del crecimiento. Se confunde lo grande y lo excelente, saltos continuos e indisciplinados, el talento se desubica, burocracia, sucesión problemática, intereses particulares por encima de los generales.

3. La negación del riesgo y del peligro. Se acentúa lo positivo y se oculta lo negativo, objetivos temerarios, riesgos enormes, se externaliza la culpa, distancia altiva.

4. La búsqueda desesperada de la salvación. A través de soluciones mágicas, un líder salvador, una revolución “a bombo y platillo”, decepción, confusión y cinismo, reestructuraciones crónicas y erosión financiera.

5. Capitulación: ser insignificante o morir. Cuando se pierde la esperanza, todo se precipita hacia el final.

Al releer este libro, tan profundo y bien documentado con la experiencia de decenas de compañías, he pensado en la Economía española. Llegó a ser la octava potencia del mundo, y algunos gobernantes repetían que superaríamos en renta per cápita a nuestros vecinos europeos más desarrollados (arrogancia de la fase uno). Se buscó crecer de cualquier forma (fase 2), siguiendo el modelo de “ladrillo y sombrilla” –construcción y turismo barato-. Cuando, en agosto de 2007, comenzó la crisis de las “subprime”, se negó el riesgo y el peligro (fase 3). Y ahora, ante la perspectiva de un rescate a la irlandesa, griega o portuguesa, se buscan “soluciones mágicas” (recorte de los salarios de funcionarios, pensiones, privatización de cajas de ahorros…). ¿Estamos llegando al fin?

Afortunadamente, Jim Collins también presenta numerosos casos de compañías que, si bien sufrieron una terrible caída, también se recuperaron: Xerox, Nucor, IBM, Texas Instruments, Pitney Bowes, Nordstrom, Disney, Boeing, HP, Merck. Y el caso más notable: Sir Winston Churchill, acabado como político en 1932 (el desastre de Gallipoli, perdió su fortuna en el crack del 29, un serio accidente en NY en 1931), resurgió de sus cenizas en 1940. En el Parlamento dijo aquellas famosas palabras: “Jamás nos rendiremos y aún si, cosa que ni por un momento creo, esta isla, o gran parte de ella, fuera subyugada y sufriera hambre, nuestro Imperio, armado y protegido por la flota británica, seguiría combatiendo hasta que, en el momento adecuado, el Nuevo Mundo, con todo su poder y su fuerza, acudiera a rescatar al Viejo Mundo”. Sangre, sudor y lágrimas. “Ésta es la lección: no cedáis nunca, no cedáis nunca, nunca, nunca, nunca, nunca –ante nada, grande, pequeño o insignificante-, nunca cedáis, excepto en cuestiones de honor y sentido común. Nunca cedáis a la fuerza; nunca cedáis el poder aparentemente incontenible del enemigo”. El Liderazgo, como el de “el último león”, es la gran esperanza. Sí, como dice Jim Collins, el fracaso es un estado mental. O, como diría Sir Winston, "el éxito consiste en ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo".

Excelente libro, muy bien escrito, profundo, entretenido, práctico, lleno de ejemplos poderosos. Probablemente, el libro más útil que he leído para salir de esta crisis de arrogancia a través de la humildad del aprendizaje.

De la prensa de hoy, me quedo con la entrevista de Miguel Ángel Patiño y Clara Ruiz de Gauna en Expansión a Francisco Belil, desde hace cinco años Consejero Delegado de Siemens España y desde hace tres responsable del grupo para el suroeste de Europa (la tercera región de Siemens, tras EE UU y Alemania). 15 países y 35.000 profesionales bajo su liderazgo, en la organización más la Iglesia, la FIFA y la Coca-Cola. “No sólo sobreviven los más fuertes para adaptarse; sobreviven los más felices”. ”Si no se disfruta con el trabajo, se requiere un gran esfuerzo. Si algo te gusta, sale solo”. Francisco Belil apuesta por el liderazgo (“el 70% de quienes abandonan una compañía, se va de sus jefes”) y por el optimismo (“hay un pesimismo más acusado; al país le falta confianza”). Me ha gustado también en Expansión, el retrato de Agustín Markaide, sucesor de Constan Dacosta como presidente de Eroski: quiere acercar la presidencia a la gestión de los negocios y dotar de mayor peso el área social (gestión de personas) y financiera.

En El País, Isabel Coixet habla de los problemas del cine español en su artículo “Si estás muerto, ¿por qué bailas?”:

"Siempre me había gustado el título de esa película de Alfredo Landa y pensé súbitamente en él en el pasado Festival de Cannes. Mientras las estrellas más rutilantes del cine mundial efectuaban ese curioso paseíllo a caballo entre parada de los monstruos y desfile de moda que sucede sobre una alfombra roja, escuché a Catherine Deneuve -la última estrella europea, con permiso de Jeanne Moreau- murmurar entre dientes que se dibujaban a través de sus labios teñidos de granate intenso, mientras miraba con una cierta conmiseración a los fans que la aclamaban apostados a la entrada del Palais: "Supongo que estos serán los que también vendrán a mi funeral, así que voy a bailar para ellos". E inmediatamente avanzó hacia el centro de la alfombra y se pintó en su cara ese amago de sonrisa, que es la marca de la casa, que ofreció a los fotógrafos enfervorecidos y a los cazadores de autógrafos que rugían "¡Catherine!".

La actriz de Tristana y Repulsión encarna a un pedazo de la historia del cine, de un cine que no sé si murió, como dice Peter Greenaway, cuando se inventó el mando a distancia, pero que hoy a mucha gente se le antoja tan periclitado como los móviles con antena o los cigarrillos mentolados.

La comunión con la pantalla que excluía al mundo exterior y permitía al espectador una experiencia personal, intransferible y fuera del tiempo está agonizando. Mal que nos pese, esa densa oscuridad del fuera de campo de una sala de cine está dando sus últimos coletazos. Ver una película en casa, sea en un monitor de televisión o en la pantalla de un ordenador es un acto de consumo cuyo fuera de campo es la cotidianidad: los niños que juegan, la cafetera que silba, el desorden en las estanterías, la vida doméstica que lima la abstracción que propone una película, cualquier película.

El espectador de hoy, mientras ve una película en su ordenador, come, fuma, twitea, contesta correos, cuelga comentarios en los muros de los amigos. Así son las cosas. La relación entre lo visible y lo invisible se ha modificado. La noche artificial en la que te sumerge una película vista en una sala no tiene ya el carácter sacro que tenía para muchas generaciones de espectadores.

Esa banalización del disfrute, unida a la asombrosa ceguera de avestruz de los canales de distribución, que si viven en el mismo planeta que los espectadores lo disimulan muy bien, hace que el acto de descargar una cinta no cree ningún problema en los internautas. Una película en este momento de la historia es un entretenimiento escasamente relevante comparable a unos cromos de un álbum que no nos emocionan especialmente y que se cambian cuando uno ya los tiene repetidos o medio vistos.

Las películas ya no modelan nuestros puntos de vista sobre el amor, la política, la historia, las relaciones: han dejado de ser fundamentales. Ignorar esta disminución de la influencia del cine en la vida es algo que los cineastas no podemos permitirnos ignorar. La nostalgia, aunque inevitable, es un error (Simone Signoret dixit) que puede costarnos la supervivencia.

Es nuestro deber saber (o intentarlo al menos) dónde estamos y avanzar, aunque sea a ciegas y con multitud de traspiés, hacia algo que no conocemos aún, pero que nos va a llevar muy lejos de la zona de confort donde estamos instalados. Arriesgar, experimentar, explorar lo desconocido, poner lo mejor de nosotros en lo que hacemos sin tener el ojo puesto en la taquilla, el prestigio o nuestra propia vanidad es el único camino posible que se me ocurre. No es, por supuesto, nada nuevo: es exactamente lo que preconiza Rilke en Cartas a un joven poeta, el único libro que recomiendo cuando me dan la oportunidad de dar clase en alguna escuela de cine.

En los últimos tiempos he tenido conversaciones con cineastas de todo el mundo, desde estudiantes que están empezando a estudiar cine, hasta gente consagrada como Stephen Frears, John Sayles, pasando por Wim Wenders, Kore Eda, Olivier Assayas, Agnès Varda o Alejandro González Iñárritu, y estas son las pocas pero contundentes conclusiones a las que todos llegamos: hacer películas en las que creamos absolutamente. Con o sin dinero. Documentales, epopeyas, docudramas. Con o sin ayudas institucionales. Cortos, largos de ficción, mediometrajes, minipelículas de minuto. En 70 milímetros o con una aplicación del iPhone. Para las salas de cine, para la Red, para la tele o para una proyección en el terrado de nuestros vecinos.

El cine, gracias a las nuevas tecnologías, afortunadamente ya no es el tren eléctrico más caro del mundo, como decía Orson Welles. Otra cosa es que los que quieren hacer cine quizás lo que en realidad quieren es un instante de esplendor en la alfombra roja. Algo pasajero, burbujeante, efímero, banal. Y si me preguntan, muy muy aburrido. Son cosas diferentes y, a menudo, contradictorias.

Las rencillas de patio de colegio que tienen un eco, a mi modo de ver completamente sobredimensionado, en las páginas de los periódicos estos últimos tiempos y que tienen por protagonistas a miembros de la Academia, son una pintoresca cortina de humo que oculta los temas que he señalado antes: la pérdida de peso del sector cinematográfico en el concierto de la cultura, el abismo entre quiénes somos y lo que representamos, la incomprensible confusión entre instituciones y personas.

Los problemas del cine español -como los problemas del cine en todo el mundo- tienen que ver con una disminución gradual de los espectadores en circuitos convencionales. Asusta mirar las estadísticas: 140 millones de espectadores en 2004 (por no retroceder aún más), 104 millones en 2008. En 2010, las salas perdieron un millón de espectadores al mes. Los datos difieren según los diferentes estudios, pero todos coinciden en que la bajada de 2010 ha sido la más pronunciada. Repito: no solo en España. También en los países donde hay un control de las descargas del que aquí carecemos y donde es posible por un precio más que razonable bajarse una película y sus extras, con todas las garantías.

¿Estos espectadores que han dejado de ir al cine son los que se bajan las películas en la Red o se las compran a los chinos que venden por los bares (que cada vez se ven menos)? Yo creo que no. La gente deja de ir al cine por múltiples razones: porque pierden el hábito, porque no hay nada en la cartelera que les motive, porque prefieren gastarse 100 euros en una entrada de fútbol, porque se enganchan a las series de HBO, porque tienen niños y sale por un pico el cine y las horas de canguro o porque, simplemente, pasan: no es algo importante en sus vidas, lo arrinconan hasta el olvido.

¿Es posible recuperarlos? No lo sé. Lo único que sé es que en este momento en que nos encontramos, más que nunca, el deber de un cineasta es construir un punto de vista sobre la realidad (y en eso incluyo a cualquier tipo de cineasta, desde el más oscuro y minoritario al más comercial), saber dónde está, empaparse de las cosas que pasan (aunque luego haga una película de zombis en el espacio) y empeñarse en ser lo más libre que pueda.

Aunque duela. Aunque te pongan a parir. Aunque dé vértigo. Porque aunque el cine haya muerto, los cineastas vamos a seguir bailando. Es el único favor que podemos ofrecer a los espectadores. Ojalá aún estén dispuestos a bailar con nosotros.”

En El Mundo, Felipe Sahagún escribre sobre La segunda liberación árabe. En medio siglo, es la cuarta oleada democrática internacional (las anteriores trajeron la democracia a amplias zonas del sur de Europa, Iberoamérica, Asia y África; la única árabe acabó con el control colonial). Como dice FS, ya va siendo hora de que EE UU ponga su diplomacia donde pone su retórica.

Y también en El Mundo, en el suplemento Campus, entrevista de Rebeca Yanke al actor magnífico argentino Federico Luppi (74 años) : “Leo muchísimo porque me relaja estar en contacto con los que saben más de la vida”. El próximo 25 de febrero se estrena su nueva película, “Cuestión de principios”, que tiene una pinta formidable.

En La Vanguardia, Maite Gutiérrez se hace eco del primer curso de dirección de centros educativos. 180 alumnos inscritos en toda Catalunya sobre 1.000 peticiones. 62’8% son mujeres. En la primera clase, cómo liderar un equipo de personas. Les deseo muchísimo éxito.

Hoy acaba, en el año chino, el del tigre (muy incierto) y comienza el del conejo (muy feliz, especialmente para los niños). Feliz año nuevo.

Mis agradecimientos de hoy a José Ignacio, Lucas, Isabel, Pedro y Javier. Me han hecho pasar un día estupendo.