El don de la felicidad

Hoy he comenzado (laboralmente) el 2010 con una comida con una de las personas más relevantes del fútbol español al que considero amigo personal. Hemos compartido mesa y mantel en uno de mis restaurantes preferidos de Madrid, mano a mano, con unos chipironcitos, unos pimientos de Guernica (Urdaibai tenía que estar presente) y sendas raciones de rape, regadas por un delicioso Ribera del Duero (que hemos “maridado” con un queso a modo de postre). Juntos hemos repasado la situación de nuestro deporte, sus fortalezas y oportunidades de mejora, y hemos quedado, a modo de plan de acción, en plantear algunas propuestas a las instituciones pertinentes. Maravilloso modo de comenzar la temporada.

Por la tarde he llegado a una hora prudencial a casa y me he dedicado a leer El don de la felicidad, del abad del Monasterio de Worth (Sussex, Inglaterra) Christopher Jamison. El periódico The Guardian dijo de esta obra: “No es preciso ser cristiano para apreciar lo que el padre Jamison tiene para decirnos acerca de lo que es verdaderamente importante en la vida y cómo lograrlo. Todo lo que necesitas, sostiene, es una mente inquieta y un corazón abierto. Una joya de libro”.
La tesis del abad Jamison, Presidente de la Comisión Internacional de Educación Benedictina es que “la felicidad nos llega de un modo indirecto, fruto de la derrota de lo que causa nuestra desdicha” porque “hoy en día resulta cada vez más frecuente que las personas nos digan que su vida es demasiado individualista, que el consumismo prevalece por doquier, que sus placeres se vuelven cada vez más superficiales, pero que en el fondo no son felices”. El autor lo llama “añoranza espiritual”. Frente a los libros de autoayuda que consideran que “la felicidad es una palabra sencilla de significado sencillo y que, para alcanzarla, lo único que hace falta son unos buenos consejos”, el autor se apoya en la tradición benedictina, el estilo de vida monástica más antiguo de la Iglesia católica. Porque “la tradición cristiana monástica, al igual que todas las tradiciones religiosas y monásticas clásicas, considera que existe un importante vínculo entre la felicidad y la virtud”. La felicidad es como el oro, cuenta Christopher Jamison, y por tanto existen falsificaciones.
En la primera parte del libro (Pureza de corazón), el autor nos recuerda que “Felix”, palabra latina que significa “Felicidad”, también significaba “afortunado”. Su origen es del término griego “fértil”. Si tenías tierras fértiles, eras afortunado. Ese sentido fortuito de la felicidad se encuentra en otras lenguas: en alemán, “Gluck” es felicidad y suerte; en inglés, “happy” proviene de “hap” (suerte); en francés “bonheur” es una simplificación de “bon augure” (buen presagio). Fueron los filósofos griegos los primeros en separar la felicidad de la suerte. Heráclito con su reflexión sobre el cambio permanente (“Nunca puedes sumergirte dos veces en el mismo río”) y Platón con su “idealismo” (las ideas inmutables). En El Banquete, escribió: “Ser feliz implica poseer lo bueno y lo bello”.
Junto al amor platónico, la tradición monástica (siempre según Jamison) posee otra raíz clásica: la idea de virtud (areté). Aristóteles consideraba que el objetivo de las personas es ser feliz y que la virtud es una conducta racional: la felicidad es “la actividad del alma que expresa virtud”. A partir del siglo II d. C., el neoplatonismo (con elementos de Platón y Aristóteles) se combinó con el modo de vida recomendado por Cristo y se centró intelectualmente en Alejandría. San Benito describe las experiencias de conocer el bien y hacerlo como goce y alegría. Esto incluye una muerte dichosa como parte de una vida de reflexión y virtud. “La libertad es esencial para el significado moderno de felicidad”, nos enseña el abad Jamison.
En el 271 d. C., cerca de Alejandría, un hombre de 20 años asistía a misa. Escuchó los evangelios, abandonó todo para irse a vivir al desierto egipcio y “se enfrentó a los demonios interiores”. San Antonio fue una gran inspiración para los primeros monjes del desierto de los siglos IV y V (de “abba”, padre, proviene “abad”). “La pureza no es algo heredado que después se pierde; la pureza de corazón es una característica obtenida mediante un gran esfuerzo por alguien centrado en desprenderse de los pensamientos negativos y abrazar sólo los positivos. Cuando logramos que dicha concentración se convierta en un estado de ánimo permanente, hemos alcanzado la pureza de corazón”. Lo padres del desierto la comparaban con la diana a la que apuntaban los lanzadores de jabalina en los antiguos juegos.
Para alcanzar la pureza de corazón, el primer paso es “reconocer las circunstancias de la psique humana”. Y evitar Ocho Pensamientos, tres sobre el cuerpo (la gula, la lujuria y la codicia); tres sobre el corazón y la mente (la ira, la tristeza y la acedía) y dos del alma (la vanidad y la soberbia). Frente a ellos, Ocho Virtudes: tres corporales (la moderación, el amor casto y la generosidad), tres del corazón y la mente (la dulzura, la alegría y la consciencia espiritual) y dos del alma (la magnanimidad y la humildad). Los Ocho Pensamientos son “demonios” en el sentido aristotélico de “eudaimonia”, de reto.
El guía principal para comprender los Ocho Pensamientos fue Juan Casiano (360-440), que recogió las enseñanzas de los padres y madres del desierto en los Institutos y en las Conferencias que celebraba para los monjes en las islas Lerins, frente a Cannes. San Benito nació en el 480, y Casiano fue su inspiración. “La idea de que un monje del siglo IV que hablaba a escasa distancia de Cannes y su festival cinematográfico fuera el primero en presentar el mundo de los demonios interiores a los europeos, demonios invocados con demasiada frecuencia por las estrellas de cine para justificar sus adicciones, me provoca una sonrisa”, escribe Christopher Jamison.
La segunda parte del libro se centra en los Ocho Pensamientos, comenzando por la Acedía. El tránsito a los Siete pecados capitales lo realizó el papa Gregorio el Grande en el siglo VI. Era un monje de la abadía de San Andrés, conocedor de la tradición monástica de Casiano, y decidió elaborar una lista para los laicos. Y eliminó la “acedía” (la pérdida de entusiasmo por la vida espiritual en sí misma) porque pensaba que sólo afectaba a los monjes. Y sin embargo, la acedía es lo que llamamos actualmente “pérdida de valores”. Conócete a ti mismo. “La idea fundamental compartida por los antiguos filósofos y por Cristo es que hay que disciplinar los pensamientos íntimos”. Carecemos de una formación espiritual explícita y sistemática. “Prácticas espirituales como la meditación son consideradas una opción adicional para unos pocos excéntricos (…) Aunque nos gusta la música soul (alma), hemos creado una cultura de la despreocupación que desatiende la vida espiritual disciplinada”. ¿Cómo remediar la acedía? “Nuestro espacio interior, nuestra alma, es un espacio que podemos llenar con interminables distracciones y mecanismos de huida. Si logramos deshacernos de algunos, nuestra autoconsciencia aumentará de manera natural. El chismorreo y la mera curiosidad encabezan la lista de cosas que hay que evitar; estas actividades nos hacen perder el tiempo y nos distraen de la conversación o de la lectura más generosa y reflexiva. (…) Así que deja de leer tonterías y deja que el tiempo de lectura se convierta en lectura espiritual”. Además del chismorreo, Casiano destaca la envidia como un mecanismo de huida. “La envidia nos lleva a dejar de enfrentarnos a los desafíos de la vida actual y a vivir en una fantasía del futuro; supone una forma sutil de la acedía”. Para evitar la envidia, para vivir el presente, nos propone la oración. “Así que cada uno de nosotros debería disponer de unos momentos y un espacio sagrado que pasen a formar parte de la vida cotidiana, al igual que lavarse los dientes”.
El Segundo Pensamiento es La Gula. “La comida es una aspecto fundamental de la vida y, aunque el mundo desarrollado no tiene dificultades para alimentarse, los pensamientos desordenados sobre la comida son una fuente de desdicha habitual en este mundo de la abundancia.” Autoconsciencia alcanzada mediante el ayuno. Ni exceso, ni defecto. “La desproporción siempre corrompe” (Amma Sincrética). El ayuno monástico no implica pasar hambre; implica comer con moderación y sólo a horas determinadas, y su meta consiste en evitar que los pensamientos sobre la comida dominen nuestras vida”. Nada de comida rápida, nada de ruido. “Para San Benito, comer no es un lujo, sino un acto de deber y un acto de obediencia”. Y en las comidas, otro valor monástico: la hospitalidad.
El Tercer Pensamiento: La Lujuria. Casiano admitía que el sexo es el pensamiento más intenso y dominante de todos. Jamison distingue entre el celibato (la abstinencia sexual) y la castidad (una virtud que significa ser coherente con las decisiones que tomamos en la actividad, estatus e integridad sexual). “Castidad” significa mantenerse fiel al estatus sexual elegido. “Si logramos redescubrir la castidad como un privilegio al que aspirar y un don a encontrar, el contexto de nuestra lucha por ser castos cambia por completo” porque “la castidad siempre tiene que ver con el amor”.
El Cuarto Pensamiento: La Codicia. No es un deseo interior normal, como la comida y el sexo; nos invade gradualmente y sus efectos son más trascendentales. Todos tendemos a pensar que la codicia afecta a los demás (a los corruptos, a los muy ricos) pero no a nosotros. “La historia que nos contamos a nosotros mismos acerca de nosotros mismos es el origen de la codicia”. La queja es un semillero del vicio de la codicia. El convertir todo en un producto de consumo. La codicia es un vicio de la imaginación y de la mente. Para resistirse, podemos hacer un inventario de nuestros objetos (los monjes lo llaman “Declaración de pobreza”) y evitar que los niños queden a merced de los intereses comerciales. Proponerles juegos creativos. Y en Navidad, respetar el Adviento (el mes de preparación anterior) y no hacer compras hasta Nochebuena. “El Adviento te obliga a esperar. Adviento y Navidad pueden enseñarnos a disfrutar de la pureza de corazón que acompaña la espera. ¿Feliz Navidad? Sí, con la condición de estar dispuestos a esperar que llegue”.
Quinto Pensamiento: La Ira. El autor nos propone la Terapia Racional Emotiva Conductual de Albert Ellis: el ABC (Acción, Belief –Creencia-, Consecuencia). Está en línea con los estoicos (“las pasiones son movimientos del alma irracionales y antinaturales”, Zenón; las Meditaciones de Marco Aurelio). Casiano escribió que sólo tiene sentido enfadarse con nuestros propios errores y faltas. Por eso debemos desterrar absolutamente la ira (Jamison propone el ejemplo de Nelson Mandela: combinó su afán de justicia con una ausencia de ira personal). “Enfadarse por un problema rara vez mejora la situación; lo que se necesita es la determinación entusiasta de superarlo”.
Sexto Pensamiento: La Tristeza. Es la desdicha como “experiencia interior de la oscuridad”. Es un cambio de humor provocado por un cambio químico. Y su remedio más seguro es la esperanza, “por tanto, debemos tomar medidas conscientes para conservarla”. La esperanza es algo importante, está a la par del amor. “Merece la pena dedicar un momento a auditar nuestra esperanza cotidiana”. La tristeza causada por los demás (si dejamos que sus comentarios nos perturben) supone un obstáculo para la vida espiritual.
Séptimo Pensamiento: La Vanidad. Proviene del latín “vanagloria”, reputación vacía. Es el narcisismo, el engreimiento. Casiano consideraba que la vanidad es el más sutil de todos los demonios, porque “donde abunda la virtud, la vanidad siempre supone un peligro”. Es la auto-complacencia y se relaciona con el fenómeno de la celebridad, de ser “famoso” por el mero hecho de aparecer en los medios de comunicación y no por un logro destacado. “La notoriedad, o hacer ruido en el mundo, ha pasado a ser considerada como un bien en sí mismo y un motivo de veneración” (Cardenal John Henry Newman, 1849). El autor nos recuerda las Bienaventuranzas, porque “el reto cristiano es buscar la justicia con pobreza de espíritu, sin ira y sin vanidad”. Para evitar que la acción correcta se convierta en superioridad moral, debemos distinguir entre dignidad (respeto por uno mismo, del latín “rescipere”, “contemplar algo con gran intensidad”) y vanidad. La dignidad es una variante de la autoconsciencia. “La vanidad tiene una gran tendencia a afectarnos cuando predicamos”, escribe el abad Jamison. Y tal como se opone la templanza a la gula y la castidad a la lujuria, a la vanidad se opone la magnanimidad: de “magnus animus”, “un gran corazón”. Consiste en ser generoso.
Octavo Pensamiento: La Soberbia. Es algo más grave que la vanidad, “porque la tradición cristiana la considera el origen de todos los males”. La soberbia convierte la autoestima (el sano orgullo) en presunción. Supone colocarnos por encima de los demás. Se manifiesta en nuestra vida cotidiana a través de “mantenerse muy ocupado” (como signo de importancia) o “conservar las amistades” (tener muchas y presumir de ello). “En última instancia, nuestra actividad y nuestros amigos son dones que recibimos, no derechos que conservamos. Hallaremos una mayor felicidad en todo lo que hacemos y en todas nuestras relaciones si lo enfocamos con un corazón puro en vez de “consumerizado”. Hay dos tipos de soberbia: ponernos por encima de los demás (soberbia carnal) y ponernos por encima de Dios (soberbia espiritual). Para combatirlas, la humildad: “es un enfoque sincero de la realidad de nuestra vida y supone reconocer que no somos más importantes que los demás”.
Casiano finaliza las enseñanzas sobre los Ocho Pensamientos con su conferencia “Acerca de la perfección”, en la que habla de tres etapas para alcanzar la pureza de corazón: la virtud por temor al castigo por las fechorías cometidas, la virtud porque esperamos recibir alguna recompensa y la virtud por amor, amor por hacer lo correcto, amor por los demás y, en última instancia, amor a Dios Es para Casiano “la virtud como respuesta al temor de sentir dolor es comparable a la virtud de un esclavo que obedece a su amo; la virtud como esperanza de obtener un provecho, a la virtud de un empleado que quiere cobrar un salario; finalmente, la virtud como respuesta al amor, es equiparable a la virtud de un niño dispuesto a responder a su padre”. La perfección completa es imposible, pero con moderación, amor casto y generosidad, con dulzura, dicha y consciencia espiritual, con magnanimidad y humildad, llegaremos a la felicidad, que es mucho más que “sentirse bien”. Christopher Jamison concluye: “Abrazar los Ocho Pensamientos supone el oro falso que ofrece felicidad a los desprevenidos. En cambio, vivir según las Ocho Virtudes es el oro puro de la felicidad, una felicidad robusta, generosa y duradera”.

Un libro esencial. Mientras lo leía, pensaba en los ejemplos de vanidad y de soberbia que me comentaba mi amigo en la comida. Aunque, el que esté libre de pecado…

El don de la felicidad me ha puesto muchos deberes: ver The Monastery (una serie de la BBC que mostraba a cinco hombres llevando una vida monástica durante 40 días), reflexionar sobre la acedía, sobre la gula y la moderación, sobre la lujuria y la castidad, sobre la codicia, sobre la ira y la serenidad, sobre la tristeza y la esperanza; crear mi propio “santuario”; hacer un inventario de objetos; impulsar la generosidad y la humildad… Como dice el proverbio oriental, “cuando el alumno está preparado, aparece el maestro”.