La incoherencia del camello en el zoo


Segundo día de clase en el Executive MBA de la Deusto Business School. Hemos tenido la fortuna de que nos acompañara a lo largo de toda la mañana mi gran amigo José Mari Ulazia, que forma parte de esta escuela de negocios desde el 1 de julio.

Hemos utilizado, como texto a comentar, un reciente artículo de José María Larrañga titulado La coherencia del camello y publicado en septiembre de 2009 en la revista de MCC. José Mari Larrañaga es un hombre sabio, un gran humanista que se atreve a denunciar la situación actual. No me resisto a reproducir aquí el texto mencionado.

“Un bebé camello y su madre mantienen la siguiente conversación:
- ¿Por qué los camellos tenemos joroba?
- “Hijo, nosotros estamos adaptados para vivir en el desierto, y necesitamos la joroba para acumular agua y poder sobrevivir en un entorno tan seco”, le respondió la madre.
- Y nuestras patas, con el pie redondo, ¿para qué nos sirven?
- Para caminar sobre la arena. Somos los mejor dotados para andar en el desierto.
- ¡Vale! Ya entiendo, la naturaleza nos ha diseñado para vivir en el desierto, y, por lo visto, todo en nosotros está pensado para vivir sobre la arena, entonces ¿qué demonios estamos haciendo en el zoológico?

Un trabajador sin trabajo
La empresa estaba pintada de gris, con unos mínimos jardincitos bordeando los aparcamientos a lo largo de los tres edificios que albergaban talleres, almacenes y oficinas. Al trabajador le gustaba llegar a tiempo para poder ver otras secciones y enterarse de cómo iba la producción: estaba orgulloso de lo que se hacía en “su” empresa. Estaba con contrato eventual, pero se le había asegurado que se le haría socio después de algún tiempo.
Cuando pasaba frente a la empresa con sus dos hijos les comentaba, orgulloso, lo que hacía. Y lo que fabricaban en “su” fábrica se vendía porque era de muy buena calidad. Incluso vendían en el extranjero. Un par de veces hasta les prometió que les enseñaría la fábrica por dentro.
Le informaban puntualmente de la marcha de las ventas, de los beneficios y de los proyectos. A él, acostumbrado a obedecer al patrono, eso le parecía muy interesante. Por eso le extrañaba el malestar que los más veteranos mostraban ante cualquier decisión de los directivos que supusiera cambios en su rutina. Aprendió el significado de muchas palabras, desconocidas para él hasta entonces, sobre finanzas, economía, gestión de recursos, etc. y eso le producía cierta desazón y a la vez el gusto del descubrimiento de un mundo que se le antojaba misterioso.
Era un trabajador que había vivido mucho. Había pasado muchas horas fabricando cosas, era experto en solucionar contratiempos, sabía aprovechar el tiempo, gozaba del placer de hacer bien su trabajo y tener limpio y en orden “su” puesto de trabajo. Más que el dinero le importaba que reconocieran su trabajo y la amistad de sus compañeros.
Un día le llamaron a la oficina, le comunicaron que la crisis les obligaba a prescindir de él. “¿Qué he hecho mal?”, les preguntó confuso. “Nada, pero la situación es terrible, los pedidos descienden, los beneficios se evaporan, nos vemos obligados a tomar decisiones que nos duelen tanto o más que a ti. No eres el único, otros también se tendrán que ir”.
Llamó a su mujer por teléfono. Tuvo que contener las ganas de llorar y tal vez ese esfuerzo aceleró la depresión. Tras días de insomnio y dolor del alma, al saber que su sustituto era un eventual con menor tiempo en la empresa y menos experiencia en la tarea se abandonó a un estado de ira y rabia. Creyó en un complot, se encomendó a un amigo para que se enterara de la verdadera razón de su despido. No sacó nada en claro.
Pero estaba en el paro.
No era el único, pero eso no le servía de consuelo.

El mayor patrimonio de la empresa
Los recuerdos, los lazos, que el trabajador sin trabajo había acumulado en la empresa eran de los que no se olvidan. Añádase que el trabajador tenía pasta de ser el más sufrido del mundo. Cuando se veía obligado a prolongar el horario no refunfuñaba como otros, cuando debía cubrir la baja de un compañero se aplicaba en que no se notara la ausencia, hasta era capaz de incrementar su ritmo de trabajo para compensar la torpeza de algún compañero menos hábil que él.
El trabajador había comprendido hace tiempo que había nacido para depender de otros cuando palpó la posibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un taller propio con dos ayudantes por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, a formalizar un proyecto y no pasó de ahí; antes de poder comprar la necesaria maquinaria se vio obligado a renunciar al sueño. Su esposa, musa de la economía de su humilde hogar, le repetía a menudo que se portara bien en su trabajo: “Cuida de hacer bien tu tarea; es nuestro sustento”.
Se sentía un fracasado.
Un día escuchó de labios de un compañero de paro: “No te enamores de la empresa, porque nunca sabes cuándo te va a abandonar por un puñado de euros”. Se dio cuenta que él había creído aquello de que el patrimonio más importante de una empresa son sus trabajadores. Que el éxito se debe a las personas, a sus conocimientos, a sus ilusiones, a sus ideas e innovaciones. Juró en su interior que nunca más entregaría su ilusión en manos de quienes manejan las palabras como el tahúr maneja los naipes.
Se sentía engañado.
Ahora prefería no pasar por delante de “esa” empresa y menos con sus hijos. Sin darse cuenta de que se iba envenenando el alma con el rencor y la sombra de la venganza oscureció su mente. Todo lo que tuviera que ver con “esa” empresa le parecía mal. Y los males que le sobrevinieran a “esa” empresa le producirían un malsano placer.
Un día de borrachera fue detenido por tratar de librar a los animales del zoo.
En comisaría explicó que no podía soportar que a los pobres animales se les sacara de su ambiente para divertir a los humanos. No le entendieron.
Como tampoco entienden que un trabajador sin trabajo sea un cuerpo sin alma. Que una empresa que abandona al trabajador es una calamidad social, un quiste moral, un proyecto sin objetivo, una broma trágica.

Las razones de una sinrazón
No cabe duda que las empresas deben cuidar su patrimonio y deben asegurar su futuro. La empresa, se dice, no es una ONG ni un centro de asistencia social. Por supuesto que no, y creo que nadie sensato haya defendido semejante equiparación, pero cuando se compara una empresa con una familia, cuando se dice que es un proyecto compartido, que es una asociación de voluntades, se está reconociendo un estatus de “compañeros de viaje”. Un viaje en el que llegamos todos o no llega nadie.
No podemos pretender (desde nuestra concepción de empresa) hacer compañeros de viaje por etapas. En las etapas gratificantes unidos, y en las etapas de dificultad desprenderse del “peso muerto”. Como si el barco en dificultades conservara la carga pero arrojara por la borda a los marineros que “sobran”. Y pedirles cuando pasa la tormenta que se suban de nuevo a la nave para remar todos unidos por un proyecto común.
Tal vez sea la hora de demostrar que el patrimonio de la empresa no es exclusivamente su cuenta financiera, sus instalaciones, su mercado. Hay un patrimonio humano no menos valioso que el dinero o las máquinas. ¿Es una blasfemia pedir que se trate a los trabajadores con la misma consideración que al dinero? ¿Es mucho pedir que se asegure el futuro de las personas con el mismo énfasis que el capital económico? Seamos sinceros; todo es una cuestión de prioridades. Y las prioridades de las empresas cooperativistas son las personas y las de las empresas capitalistas el dinero. No es una diferencia que se pueda echar en el olvido.
“Se suele decir que no hay en el cosmos manifestación de fuerza o de poder que no logre repercusión y reciprocidad, ni grito que no se ahogue sin eco. La única excepción constituye el corazón impasible al dolor ajeno. Ese tal es un monstruo, que no llega a la categoría humana y menos a la cristiana” (nº 297; “Pensamientos”).
Pongamos a los trabajadores a trabajar y a los camellos en el desierto.”

Magníficas reflexiones las de José Mari Larrañaga. Un camello en el zoo es una incoherencia. Una empresa que no fomenta el orgullo de pertenencia y que se comporta como si el talento no fuera lo esencial, está condenada a su desaparición.