J A Marina y los valores

José Antonio Marina es nuestro filósofo numero uno. Indiscutiblemente. Nacido en 1939, nieto del filósofo toledano Juan Marina Muñoz, es catedrático en excedencia del instituto de La Cabrera y Doctor Honoris Causa de la Universidad Politécnica de Valencia. Discípulo de Husserl, es el autor de la Teoría de la Inteligencia Creadora, que comienza en la neurología y acaba (como no podía ser de otra manera) en la Ética. Y ha fundado una Escuela para padres, una “movilización educativa”.
Tengo la suerte de conocer personalmente a Marina desde hace casi 20 años. Fue en un Congreso de la AIESEC (Asociación Internacional de Estudiantes de Ciencias Económicas y Empresariales) al que nos invitaron a ambos. Me interesó muchísimo su forma de pensar y sus propuestas sobre el ingenio y la inteligencia. Empecé a leer todo lo que ha publicado y coincidimos en muchas jornadas de APD (recuerdo especialmente una en Santiago de Compostela, siendo Manuel Pimentel Ministro de trabajo; Pimentel es un ferviente admirador de Marina y disfrutamos mucho del debate entre ambos). He tenido la oportunidad de presentarle en algún congreso de Capital Humano y de trabajar juntos con empresas clientes. En la presentación de un libro sobre Gestión del Talento, en el Berlín Cabaret, le pedí que nos cantara el tango Por una cabeza (uno de sus favoritos). Y por esas cosas suele llamarme cariñosamente “el malvado Cubeiro”. La última vez que nos vimos fue en la T4 en un vuelo a Pamplona a primera hora de la mañana. Charlamos sobre la naturaleza del poder, sobre la pedagogía de Shakespeare y me contó qué había pasado con la asignatura de Educación para la Ciudadanía (él ha escrito un libro de texto para la editorial SM). Una maravilla.

Hoy, en la tercera página de ABC, J. A. Marina publica un estupendo artículo sobre La juventud y sus rumbos, que es el siguiente:
“Hace unos años realicé con mis alumnos una revisión de las noticias que sobre la juventud publicaban los principales periódicos europeos y americanos. Casi todas ellas se referían a sucesos dramáticos y antisociales. No debemos dejarnos engañar por esta imagen sesgada, que puede acabar convirtiéndose en una profecía que se cumple por el hecho de enunciarla. La tipología de la juventud es muy variada. Es cierto que ha aumentado la conflictividad juvenil, la delincuencia adolescente, los comportamientos de riesgo, las conductas agresivas hacia los padres, la indisciplina en las aulas, y que de vez en cuando todos nos sentimos horrorizados ante hechos terribles como asesinatos o violaciones cometidos por gente muy joven. Cuando esto sucede, nos volvemos llenos de indignación hacia el gobierno o hacia la escuela pidiendo medidas penales o medidas educativas, y se oye, como un triste clamor, una pregunta: ¿Pero qué está pasando? Lo malo es que cuando el impacto emocional remite, el problema se nos olvida, queda adormilado hasta que otra noticia lo despierta.
Me gustaría invitarles a una reflexión serena y prolongada. Y a la acción. Empezaré acotando el problema. La juventud no es una categoría temporal, no es un período que abarque de tal año a tal año. Tampoco es un concepto jurídico, pues el Derecho sólo admite la distinción entre menor y mayor de edad. Es un concepto cultural. Cada cultura mantiene unas creencias acerca de la juventud, que hacen que los jóvenes se comporten de una manera u otra. Es importante recordar esto, porque nos implica a todos, en diferentes grados por supuesto, en este asunto. Basta pensar que en general la juventud está financiada por los adultos. En España, lo primero que llama la atención es la amplitud que ha adquirido el concepto. Se aplica a la franja de edad que va desde los 15 a los 30 años. Cada vez se retrasa más la independencia de los jóvenes, que en gran parte se han instalado en una "impotencia confortable". Las dificultades laborales son muy grandes, pero esa situación se sobrelleva mediante un gozoso aplazamiento de las responsabilidades, y un modo de vida en cierto modo adolescente.
Hablo de impotencia «confortable» porque, según las encuestas realizadas por el INJUVE, los jóvenes españoles -a pesar de la enorme tasa de paro- están contentos. Entre el 81 y el 89 % se sienten muy o bastante felices. En una escala de 1 a 10, se sitúan con 7´9 puntos, ocupando el primer lugar Dinamarca con 8´2. Lo que les hace felices son las relaciones con sus familias, amigos y parejas. Sin embargo, la idea que tienen de sí mismos no es muy halagüeña. Según las encuestas se reconocen consumistas, egoístas, irresponsables, interesados sólo en el presente, y con poco sentido del deber y del sacrificio. Valoran mucho la libertad, a la que confunden con la espontaneidad. Se creen libres, pero están atados a la familia, al grupo de amigos, a la moda, al móvil, a la obligación de divertirse. Sienten pavor ante la soledad, el aburrimiento y el silencio.
Javier Elzo señala que rechazan todo principio ético que se pretenda absoluto, sostienen un relativismo radical, son más tolerantes que solidarios, y propugnan con mayor énfasis las «virtudes públicas» que las «virtudes privadas», es decir, son menos permisivos con las «aventuras fuera del matrimonio» que con el aborto, el suicidio, la eutanasia o el divorcio. Su compromiso incluso con los valores que dicen defender, es muy laxo. Por último, tienen muy poca tolerancia a la frustración, lo que produce tres derivaciones: depresión, violencia, y retirada a posiciones hedonistas no muy ambiciosas. Es mejor no aspirar a mucho y «pillar» lo que se pueda.
La «adolescencia» se solapa parcialmente con el vago periodo de la juventud. Se extiende desde los 12 a los 18 años. Está haciendo desaparecer la infancia, y contagiando sus modos de comportamiento a la juventud más adulta, que sufre el síndrome de Peter Pan. Por eso me parece que repensar la adolescencia es un tema social urgente. Es un período inventado por razones educativas. En siglos pasados, la niñez se terminaba muy pronto con la incorporación de los niños al trabajo. Esto resultaba injusto, porque impedía que estos niños recibiesen la educación educada. Por eso se ha creado una edad protegida, con una finalidad estrictamente educativa: la adolescencia.
Sin embargo, en este momento parece que la estamos dando un prematuro estatuto de autonomía completa, desligándola de su finalidad pedagógica, no nos atrevemos a educar, primamos los derechos sin exigir los deberes, y estamos dejando a los adolescentes vivir en un vacío sin referencias. Era justo liberarles de precoces responsabilidades laborales, pero es un disparate evitarles toda responsabilidad.
Esto ha sido cosa de los adultos. Somos nosotros quienes los hemos convertido en un mercado apetecible. Los modelos de adolescentes que aparecen en las series de TV, no son copia de la realidad. Están induciendo la realidad. Somos por lo tanto los adultos quienes debemos reconducir la situación. Estamos educando mal a nuestros adolescentes. Les estamos contagiando nuestro escepticismo ético, no sabemos como recuperar la autoridad, mantenemos respecto de ellos una incoherencia legal abrumadora, estamos intoxicándoles de consumo, no estamos dándoles una educación moral adecuada. Hay una generación de padres bienintencionados y confusos que han pasado de tener miedo a sus padres a tener miedo a sus hijos.
Los problemas culturales tienen muchas causas, y por ello producen un cierto sentimiento de impotencia. ¡Yo no puedo hacer nada! En efecto, cada uno de nosotros no puede hacer nada, hace falta una movilización colectiva. Por eso repito muchas veces que para educar a un niño hace falta la tribu entera. Pero con los primeros que tenemos que contar es con los propios adolescentes. Una parte de nuestros jóvenes es espléndida, generosa y está estupendamente formada. Mi experiencia como profesor me dice que muchos de ellos responden con entusiasmo cuando se les presentan modelos de vida nobles y exigentes. No tengo esa visión deprimente que se ha generalizado. Tienen la misma necesidad de grandeza que tenemos todos, porque no somos tan miserables como creemos. Y tenemos que contar con esa adolescencia estupenda y animosa, aplaudirles, dar a conocer sus logros. Son nuestros grandes aliados, los protagonistas del cambio. Y estamos despilfarrando su talento. También, por supuesto, hemos de contar con el sistema educativo, con los padres y con la legislación. Les animo por ello a un gran debate sobre la adolescencia, y les invito también a que conozcan lo que estamos haciendo en la Universidad de Padres que he fundado (www.universidaddepadres.es). Una sociedad avanzada tiene muchos recursos educativos. Lo que no podemos hacer es continuar refugiándonos en una inercia pesimista y confortable, para salir a la calle sólo cuando nos conmueve un crimen. Hay que dejar el pesimismo para tiempos mejores. Educar exige una larga y valiente paciencia. Y es cosa de todos.”

Por cierto, estoy plenamente de acuerdo con Ángel Expósito, director de ABC, en El foco del director, cuando se pregunta ¿Y los valores de los padres? “Por supuesto que hay que abordar la cuestión de los valores de la juventud. Ángeles o Demonios. Pero ¿y los valores de los padres? ¿Dónde han quedado nuestros principios? Con sinceridad y autocrítica -ya sé que toda generalización es injusta por sí misma- no llego a comprender cómo es posible que una niña con una insuficiencia mental deambule por la playa de madrugada con permiso paterno, como tampoco entiendo que una niña de cinco años vaya sola a la tienda de chuches. Ni que decir tiene que la culpa del delito la tiene en primer y casi único lugar el asesino o violador, pero ¿y la tribu?, como diría el maestro Marina. ¿Y los padres que forman el colectivo de adultos de esa tribu?
Es muy fácil culpar de todo al colegio, a Internet, a las leyes o a la tele. Siempre a otro. Quizás habría que reformular la frase de Kennedy para que quedara así: «No preguntes qué puede hacer el Estado o la autoridad por tus hijos, pregunta qué puedes hacer tú por ellos».”

En la revista Psicología Práctica, José Antonio Marina tiene un par de páginas mensuales que denomina Aprender a vivir. En el último número trata de la Fortaleza, “quizás la virtud que más necesitamos hoy día para afrontar nuestros miedos y nuestra fragilidad. ¡Disponte a correr para adquirirla!” Define la fortaleza como “la capacidad de aguantar sin romperse y de avanzar con resolución”. Como él mismo reconoce, en ella está incluida la resiliencia (“la capacidad para encajar bien los traumas y recuperarse con facilidad”). ¿Cómo se adquiere la fortaleza? Como cualquier hábito, por repetición. “Desarrollar una virtud es como aprender un nuevo idioma: siempre posible, pero siempre pesado”. Cada sociedad establece “el nivel de molestia que se considera soportable”. Ni que decir tiene que la nuestra sufre (en palabras de JAM) una “intoxicación de comodidad”. Pero hay esperanza. Marina cita a Albert Bandura, cuando nos enseña que “sentirse capaz de hacer una cosa” es el mejor estimulante y por ello hemos de proponernos metas ambiciosas (“para sentirnos orgullosos si las alcanzamos”) y a la vez realistas (“para que la probabilidad de fracasar no sea demasiado alta”). Marina nos ofrece un maravilloso colofón, muy suyo, en contacto con la naturaleza: “Intento convencerles –y convencerme- de que, además de descansar, el verano nos presenta la posibilidad de cansarnos bien. El amplio cielo de la tarde estival se ha llenado de vencejos y golondrinas, que lo atraviesan veloces. ¿Para qué vuelan tanto si no van a ningún sitio? Creo que están jugando a cansarse.”

Considero imprescindible llevarse algún libro de JAM para leer este verano. De los primeros (Teoría de la Inteligencia Creadora, Elogio y Refutación del Ingenio), de los últimos (La pasión del poder, Palabras de amor), de los del medio (Aprender a vivir, Anatomía del miedo). A un servidor le va a acompañar La recuperación de la autoridad. Crítica de la educación permisiva y de la educación autoritaria. Y prometo, a la vuelta del verano, involucrarme en la movilización educativa que lidera nuestro querido Marina.