Arturo y las megadivas

Santo Domingo se ha vaciado literalmente con motivo de la Semana Santa. Ayer, Domingo de Ramos, algunas calles se cortaron para hacer misas al aire libre (mayoritariamente cristianas aunque no necesariamente católicas). Me contaron el caso de Rogelio Cruz, un sacerdote salesiano que durante años había trabajado en el barrio de Cristo Rey (una de las humildes de la capital) y conseguido que la mayoría de sus feligreses (especialmente los jóvenes) dejaran de ir a la playa para celebrar la semana santa. Fue destinado a Moca y su enorme labor para reducir la droga, la delincuencia y los embarazados no deseados en su zona de influencia se ha perdido casi en su totalidad.

En la web puede leerse este artículo titulado Necesitamos 50 Rogelio Cruz:

“No sé si el padre salesiano Rogelio Cruz será trasladado o no a Roma, el centro del catolicismo romano, como ha publicado la prensa, particularmente el vibrante vespertino El Nacional. Aunque tengo la impresión, por los matices de las informaciones divulgadas, que así será.
Creo que si este destacado hombre es extrañado del país en estos momentos, bajo los argumentos que fueren, todos creeremos que será por su labor de denuncia al poder establecido, particularmente sus denuncias contra los atropellos policiales, los abusos de las eléctricas y contra la corrupción del sector público.
Y sería una lástima que fuera trasladado del país por estas razones. Porque con su estilo de palabras directas, a veces desenfadas, con su hiperactivismo que en ocasiones le hace pensar a uno que es omnipresente, con su alta sensibilidad a favor de los más pobres y por su demostrada vocación de servicio, en nombre de Dios, el padre Rogelio Cruz es, en este tipo de sociedades, un verdadero dique de contención, una voz que llama la atención, de manera permanente, contra lo mal hecho, contra las violaciones de las leyes, contra las perversidades.
En la sociedad dominicana, como en toda América Latina, la iglesia católica ha constituido, históricamente, una importante tribuna de denuncia de los abusos de los poderes económico, político y militar, abusos muy frecuentes y que han dejado páginas de pobreza, de horror y de latrocinio. El compromiso evangélico y la sensibilidad cristiana reclaman, de manera compulsiva, que los pecados sociales, los pecados políticos y los pecados económicos sean combatidos con el mismo entusiasmo y sentimiento de redención que los pecados personales.
Entre nosotros, ese papel de la iglesia ha estado presente casi desde los tiempos mismos de la colonia. Con sus luces y sus sombras --las luces de la iglesia han sido mayores y han contribuido--, ayer y hoy, la iglesia católica ha acompañado a los dominicanos en los momentos difíciles, en las épocas de tribulaciones y hasta en las dictaduras.
En los últimos cuarenta años, los que siguen al ajusticiamiento del tirano Rafael Leonidas Trujillo, el púlpito católico ha estado presente, de forma permanente, para exhortar, para reprender, para enseñar, para orientar, para recriminar y para defender a quienes quedan al margen, como perdedores, de las políticas públicas. Este rol ha sido desempeñado como mayor vigor y con mayor compromiso por los sacerdotes y párrocos localizados en los campos y en las barriadas populosas de las ciudades, sobre todo de las grandes ciudades. Con estilos personales diferentes, con formaciones distintas, con énfasis particulares, con retóricas suaves, unos, y con vozarrones altisonantes, otros, todos han hecho un trabajo que el pueblo ha recibido como palabra evangélica, como misión profética.
Muchos recordamos las homilías de un obispo tan humilde y manso como Juan Félix Pepén, en Higuey, quien fue el gran defensor del campesino oriental contra el hambre insaciable de tierras del Central Romana de esos tiempos. A monseñor Flores, en La Vega, quien acompañó de manera permanente a los obreros y campesinos que sufrían los rigores de la Falnconbridge Dominicana y de la Rosario Mining Company. Al padre Figueredo, orientador inigualable de la juventud cuando la televisión empezaba a penetrar en los hogares. En esta línea de compromiso están también los jesuitas Alberto Villaverde, Gustavo Amigó Jansen, José Luis Sáez, Fernando de Arango, Jorge Cela, José Luis Alemán, y muchos otros que se nos pierden en la bruma del tiempo. Otros que recordamos son el hermano Antonio Cabezas, Gratiniano Varona, Santiago Hirujo y el padre Madruga, el padre Vicente Rubio, el gran predicador.
Otros hacen su trabajo de forma más callada, más recogida, con los enfermos, con los ancianos, con los niños, con los estudiantes, con los matrimonios, con los adictos a drogas, en el campo, como el padre Quinn.
Al padre Rogelio Cruz le ha tocado hacer su labor pastoral en un tiempo difícil, en un tiempo en el que con frecuencia se simula cumplir la ley, cuando la corrupción corre por doquier sin encontrar diques que la contenga, cuando la pobreza es mayor que nunca, una pobreza generada por un estado de acumulación de capital que no termina. Y le ha tocado ser pastor de almas en Cristo Rey, una barriada populosa, de gente trabajadora pero pobre, donde todo falta menos la gracia de Dios. Ahí, buscando aquí y allá, este distinguido sacerdote ha venido luchando para evitar que los jóvenes caigan en la delincuencia o en la droga, para hacer que el gobierno mire las calles rotas y las tuberías sin agua y las mande a arreglar.
Es una pena que un religioso así, con ese compromiso y esa capacidad de servicio, tenga que retirarse al monte a orar cuando la multitud espera, hambrienta, para que le den de comer. Es una lástima que los enemigos de Rogelio, a quienes la denuncia profética los incomoda y los pone rebeldes, consigan la victoria de su extrañamiento. Es un mensaje inadecuado para quienes solo tienen a Rogelio. Por el contrario, necesitamos cincuenta Rogelio Cruz.”
Como José Antonio Sáinz ha ido a visitar a unos familiares esta tarde, he aprovechado para ir al cine, una de mis aficiones favoritas. He ido al Malecon Center a ver una película dominicana, Mega Diva, la tercera (tras Un macho de mujer y Mi novia está de madre) de Roberto Ángel Salcedo, hijo del síndico (alcalde) de Santo Domingo, que pudimos saludar antes de ayer. La película, una comedia, me ha parecido muy entretenida, con un guión ocurrente y un ritmo muy adecuado.

Una “megadiva” es una chica de clase alta que ha participado en algún concurso de belleza, suele incorporarse a la televisión y a quien patrocina algún señor ya mayor. La película trata de Luisa (interpretada por la venezolana Jessika Grau), una chica de un barrio humilde, con delirios de grandeza, que sale con un tontorrón, Andrés (el propio Roberto Ángel Salcedo) . Como en Sin tetas no hay paraíso, quiere vivir en el lujo “a como dé lugar”. Los amigos de Andrés (los actores Irving Alberti y Fausto Mata) le dan el toque cómico y Doña Josefa, la madre de Luisa (la actriz Nuryn Sanlley, con 25 años en la escena dominicana), los momentos dramáticos. En fin, que he pasado un buen rato y las butacas del Malecon Center (especialmente las llamadas VIP, de 350 pesos, unos 8 euros, lo que para este país es lujo asiático) comodísimas.

En el blog de Profesores Poetas he podido leer el poema El hijo de Arturo de mi admirado Eduardo Martínez Rico (periodista, novelista, ensayista y también poeta):

Caballero Lanzarote,
mi caballero,
rogad por Arturo
en el momento
de su muerte.
Cuando Excálibur
se hunda en su pecho
rogad por él, por mí,
por vos,
por nuestro hijo.
Eres hermoso, Lanzarote,
como una bella hogaza
de pan,
como el fruto prohibido
del mejor huerto.
Me gusta deshojar tu armadura,
acariciar tu muslo
blanco,
tu mirada de consuelo,
el estuche de tu fragancia.
Te he visto pelear,
Sir Lancelot,
y sé cómo lo haces.
Eres brillante
con la espada
y con la lanza,
rápido, brioso,vibrante.
Lanzarote, poséeme
despacio como aquel día,
el primer mirar,
la verdad inertede nuestro amor.
Ponte aquí, mi amor,
que yo te conduzco
a mi pozo delicioso.
Te quiero tener
encima y debajo,
mi caballero,
leal asombro de mi amor.
De los valores artúricos y los quijotescos del Padre Rogelio Cruz a la superficialidad de las megadivas.